sofia
El mundo de Sofía
Jostein Gaarder
Índice
El jardín del Edén
El sombrero de copa
¿Qué es la filosofía?
Un ser extraño
Los mitos
La visión mítica del mundo
Los filósofos de la naturaleza
El proyecto de los filósofos
Los filósofos de la naturaleza
Tres filósofos de Mileto
Nada puede surgir de la nada
Todo fluye
Cuatro elementos
Algo de todo en todo
Demócrito
La teoría atómica
El destino
El destino
Ciencia de la historia y ciencia de la medicina
Sócrates
La filosofía en Atenas
El hombre en el centro
¿Quien era Sócrates?
El arte de conversar
Una voz divina
Un comodín en Atenas
Un conocimiento correcto conduce a acciones correctas
Atenas
Platón
La Academia de Platón
Lo eternamente verdadero, lo eternamente hermoso y lo eternamente bueno
El mundo de las ideas
El conocimiento seguro
Un alma inmortal
El camino que sube de la oscuridad de la caverna
El Estado filosófico
La Cabaña del Mayor
Aristóteles
Filósofo y científico
No hay ideas innatas
Las formas son las cualidades de las cosas
La causa final
Lógica
La escala de la naturaleza
Ética
Política
La mujer
El helenismo
El helenismo
Religión, filosofía y ciencia
Los cínicos
Los estoicos
Los epicúreos
El neoplatonismo
Misticismo
Las postales
Dos civilizaciones
Indoeuropeos
Los semitas
Israel
Jesús
Pablo
Credo
Post scriptum
La Edad Media
El Renacimiento
La época barroca
Descartes
Spinoza
Locke
Hume
Berkeley
Bjerkely
La Ilustración
Kant
El Romanticismo
Hegel
Kierkegaard
Marx
Darwin
Freud
Nuestra época
La fiesta en el jardín
Contrapunto
La gran explosión
El que no sabe llevar su contabilidad
por espacio de tres mil años
se queda como un ignorante en la oscuridad
y sólo vive al día
Goethe
El jardín del Edén
.... al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de
donde no había nada de nada...
Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera
parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían
hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era
como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba muy segura de
estar de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una
máquina.
Se habían despedido junto al hipermercado Sofía vivía al final de
una gran urbanización de chalets, y su camino al instituto, era casi
el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se encontrara en el
fin del mundo, pues más allá de jardín no había ninguna casa más.
Allí comenzaba el espeso bosque.
Giró para meterse por el Camino del Trébol. Al final hacía una
brusca curva que solían llamar Curva del Capitán. Aquí sólo había
gente los sábados y los domingos.
Era uno de los primeros días de mayo. En algunos jardines se veían
tupidas coronas de narcisos bajo los árboles frutales. Los abedules
tenían ya una fina capa de encaje verde.
¡Era curioso ver cómo todo empezaba a crecer y brotar en esta
época del año! ¿Cuál era la causa de que kilos y kilos de esa
materia vegetal verde saliera a chorros de la tierra inanimada en
cuanto las temperaturas subían y desaparecían los últimos restos de
nieve?
Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un
montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes
para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón
sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para
hacer los deberes.
A su padre le llegaba únicamente alguna que otra carta del banco,
pero no era un padre normal y corriente. El padre de Sofía era
capitán de un gran petrolero y estaba ausente gran parte del año.
Cuando pasaba en casa unas semanas seguidas, se paseaba por ella
haciendo la casa mas acogedora para Sofía y su madre. Por otra
parte, cuando estaba navegando resultaba a menudo muy distante.
Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.
«Sofía Amundsen», ponía en el pequeño sobre. «Camino del
Trébol 3. Eso era todo, no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía
sello.
En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre.
Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre
que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?
No ponía nada más. No traía ni saludos ni remitente, sólo esas dos
palabras escritas a mano con grandes interrogaciones.
Volvió a mirar el sobre. Pues sí, la carta era para ella. ¿Pero quién
la había dejado en el buzón?
Sofía se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta de la casa pintada
de rojo. Como de costumbre, al gato Sherekan le dio tiempo a salir
de entre los arbustos, dar un salto hasta la escalera y meterse por la
puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.
–¡Misi, misi, misi!
Cuando la madre de Sofía estaba de mal humor por alguna razón,
decía a veces que su hogar era como una casa de fieras, en otras
palabras, una colección de animales de distintas clases. Y por
cierto, Sofía estaba muy contenta con la suya. Primero le habían
regalado una pecera con los peces dorados Flequillo de Oro,
Caperucita Roja y Pedro el Negro. Luego tuvo los periquitos Cada
y Pizca, la tortuga Govinda y finalmente el gato atigrado Sherekan.
Había recibido todos estos animales como una especie de
compensación por parte de su madre, que volvía tarde del trabajo,
y de su padre, que tanto navegaba por el mundo.
Sofía se quitó la mochila y puso un plato con comida para
Sherekan. Luego se dejó caer sobre una banqueta de la cocina con
la misteriosa carta en la mano.
¿Quién eres?
En realidad no lo sabía. Era Sofía Amundsen, naturalmente, pero
¿quién era eso? Aún no lo había averiguado del todo.
¿Y si se hubiera llamado algo completamente distinto? Anne
Knutsen, por ejemplo. ¿En ese caso, habría sido otra?
De pronto se acordó de que su padre había querido que se llamara
Synnove. Sofía intentaba imaginarse que extendía la mano
presentándose como Synnove Amundsen, pero no, no servía. Todo
el tiempo era otra chica la que se presentaba.
Se puso de pie de un salto y entró en el cuarto de baño con la
extraña carta en la mano. Se coloco delante del espejo, y se miró
fijamente a sí misma.
–Soy Sofía Amundsen –dijo.
La chica del espejo no contestó ni con el más leve gesto. Hiciera lo
que hiciera Sofía, la otra hacia exactamente lo mismo. Sofía
intentaba anticiparse al espejo con un rapidísimo movimiento, pero
la otra era igual de rápida.
–¿Quién eres? –preguntó.
No obtuvo respuesta tampoco ahora, pero durante un breve instante
llegó a dudar de si era ella o la del espejo la que había hecho la
pregunta.
Sofía apretó el dedo índice contra la nariz del espejo y dijo:
–Tú eres yo:
Al no recibir ninguna respuesta, dio la vuelta a la pregunta y dijo:
–Yo soy tu.
Sofía Amundsen no había estado nunca muy contenta con su
aspecto. Le decían a menudo que tenía bonitos ojos almendrados,
pero seguramente se lo dirían porque su nariz era demasiado
pequeña y la boca un poco grande. Además, tenía las orejas
demasiado cerca de los ojos. Lo peor de todo era ese pelo liso que
resultaba imposible de arreglar. A veces su padre le acariciaba el
pelo llamándola la muchacha de los cabellos de lino», como la
pieza de música de Claude Debussy. Era fácil para él, que no
estaba condenado a tener ese pelo negro colgando durante toda su
vida. En el pelo de Sofía no servían ni el gel ni el spray.
A veces pensaba que le había tocado un aspecto tan extraño que se
preguntaba si no estaría mal hecha. Por lo menos había oído hablar
a su madre de un parto difícil. ¿Era realmente el parto lo que
decidía el aspecto que uno iba a tener?
¿No resultaba extraño el no saber quien era? ¿No era también
injusto no haber podido decidir su propio aspecto? Simplemente
había surgido así como así. A lo mejor podría elegir a sus amigos,
pero no se había elegido a sí misma. Ni siquiera había elegido ser
un ser humano.
¿Qué era un ser humano?
Sofía volvió a mirar a la chica del espejo.
–Creo que me subo para hacer los deberes de naturales –dijo, como
si quisiera disculparse. Un instante después, se encontraba en la
entrada.
No, prefiero salir al jardín, pensó.
–¡Misi, misi, misi, misi!
Sofía cogió al gato, lo sacó fuera y cerró la puerta tras ella.
Cuando se encontró en el caminito de gravilla con la misteriosa
carta en la mano, tuvo de repente una extraña sensación. Era como
si fuese una muñeca que por arte de magia hubiera cobrado vida.
¿No era extraño estar en el mundo en este momento, poder caminar
como por un maravilloso cuento?
Sherekan saltó ágilmente por la gravilla y se metió entre unos
tupidos arbustos de grosellas. Un gato vivo, desde los bigotes
blancos hasta el rabo juguetón en el extremo de su cuerpo liso.
También él estaba en el jardín, pero seguramente no era consciente
de ello de la misma manera que Sofía.
Conforme Sofía iba pensando en que existía, también le daba por
pensar en el hecho de que no se quedaría aquí eternamente.
Estoy en el mundo ahora, pensó. Pero un día habré desaparecido
del todo.
¿Habría alguna vida mas allá de la muerte? El gato ignoraría
también esa cuestión por completo?
La abuela de Sofía había muerto hacía poco. Casi a diario durante
medio año había pensado cuánto la echaba de menos. ¿No era
injusto que la vida tuviera que acabarse alguna vez?
En el camino de gravilla Sofía se quedó pensando. Intentó pensar
intensamente en que existía para de esa forma olvidarse de que no
se quedaría aquí para siempre. Pero resultó imposible. En cuanto se
concentraba en el hecho de que existía, inmediatamente surgía la
idea del fin de la vida. Lo mismo pasaba a la inversa: cuando había
conseguido tener una fuerte sensación de que un día desaparecería
del todo, entendía realmente lo enormemente valiosa que es la
vida. Era como la cara y la cruz de una moneda, una moneda a la
que daba vueltas constantemente. Cuanto más grande y nítida se
veía una de las caras, mayor y más nítida se veía también la otra.
La vida y la muerte eran como dos caras del mismo asunto.
No se puede tener la sensación de existir sin tener también la
sensación de tener que morir, pensó. De la misma manera, resulta
igualmente imposible pensar que uno va a morir, sin pensar al
mismo tiempo en lo fantástico que es vivir.
Sofía se acordó de que su abuela había dicho algo parecido el día
en que el médico le había dicho que estaba enferma. Hasta ahora
no he entendido lo valiosa que es la vida», había dicho.
¿No era triste que la mayoría de la gente tuviera que ponerse
enferma para darse cuenta de lo agradable que es vivir?
¿Necesitarían acaso una carta misteriosa en el buzón?
Quizás debiera mirar si había algo más en el buzón. Sofía corrió
hacia la verja y levantó la tapa verde. Se sobresaltó al descubrir un
sobre idéntico al primero. ¿Se había asegurado de mirar si el buzón
se había quedado vacío del todo la primera vez?
También en este sobre ponía su nombre. Abrió el sobre y sacó una
nota igual que la primera.
¿De dónde viene el mundo?, ponía.
No tengo la más remota idea, pensó Sofía. Nadie sabe esas cosas,
supongo. Y sin embargo, Sofía pensó que era una pregunta
justificada. Por primera vez en su vida pensó que casi no tenía
justificación vivir en un mundo sin preguntarse siquiera de dónde
venía ese mundo.
Las cartas misteriosas la habían dejado tan aturdida que decidió ir a
sentarse al Callejón.
El Callejón era el escondite secreto de Sofía. Solo iba allí cuando
estaba muy enfadada, muy triste o muy contenta. Ese día sólo
estaba confundida.
La casa roja estaba dentro de un gran jardín. Y en el jardín había
muchas partes, arbustos de bayas, diferentes frutales, un gran
césped con mecedora e incluso un pequeño cenador que el abuelo
le había construido a la abuela cuando perdió a su primer hijo, a las
pocas semanas de nacer. La pobre pequeña se llamaba Marie. En la
lápida ponía: «La pequeña Marie llegó, nos saludó y se dio la
vuelta.
En un rincón del jardín, detrás de todos los frambuesos, había una
maleza tupida donde no crecían ni flores ni frutales. En realidad,
era un viejo seto que servía de frontera con el gran bosque, pero
nadie lo había cuidado en los últimos veinte años, y se había
convertido en una maleza impenetrable. La abuela había contado
que el seto había dificultado el paso a las zorras que durante la
guerra venían a la caza de las gallinas que andaban sueltas por el
jardín.
Para todos menos para Sofía, el viejo seto resultaba tan inútil como
las jaulas de conejos dentro del jardín. Pero eso era porque no
conocían el secreto de Sofía.
Desde que Sofía podía recordar, había conocido la existencia del
seto. Al atravesarlo encogida, llegaba a un espacio grande y abierto
entre los arbustos. Era como una pequeña cabaña. Podía estar
segura de que nadie la encontraría allí.
Sofía se fue corriendo por el jardín con las dos cartas en la mano.
Se tumbó para meterse por el seto. El Callejón era tan grande que
casi podía estar de pie, pero ahora se sentó sobre unas gruesas
raíces. Desde allí podía mirar hacia fuera a través de un par de
minúsculos agujeros entre las ramas y las hojas. Aunque ninguno
de los agujeros era mayor que una moneda de cinco coronas, tenía
una especie de vista panorámica de todo el jardín. De pequeña, le
gustaba observar a sus padres cuando andaban buscándola entre los
árboles.
A Sofía el jardín siempre le había parecido un mundo en sí. Cada
vez que oía hablar del jardín del Edén en el Génesis, se imaginaba
sentada en su Callejón contemplando su propio paraíso.
«¿De dónde viene el mundo?»
Pues no lo sabía. Sofía sabía que la Tierra no era sino un pequeño
planeta en el inmenso universo. ¿Pero de dónde venía el universo?
Podría ser, naturalmente, que el universo hubiera existido siempre;
en ese caso, no sería preciso buscar una respuesta sobre su
procedencia. ¿Pero podía existir algo desde siempre? Había algo
dentro de ella que protestaba contra eso. Todo lo que es, tiene que
haber tenido un principio, ¿no? De modo que el universo tuvo que
haber nacido en algún momento de algo distinto.
Pero si el universo hubiera nacido de repente de otra cosa, entonces
esa otra cosa tendría a su vez que haber nacido de otra cosa. Sofía
entendió que simplemente había aplazado el problema. Al fin y al
cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde no había
nada de nada. ¿Pero era eso posible? ¿No resultaba eso tan
imposible como pensar que el mundo había existido siempre?
En el colegio aprendían que Dios había creado el mundo, y ahora
Sofía intentó aceptar esa solución al problema como la mejor. Pero
volvió a pensar en lo mismo. Podía aceptar que Dios había creado
el universo, pero y el propio Dios, ¿qué? ¿Se creó él a sí mismo
partiendo de la nada? De nuevo había algo dentro de ella que se
rebelaba. Aunque Dios seguramente pudo haber creado esto y
aquello, no habría sabido crearse a si mismo sin tener antes un sí
mismo» con lo que crear. En ese caso, sólo quedaba una
posibilidad: Dios había existido siempre. ¡Pero si ella ya había
rechazado esa posibilidad! Todo lo que existe tiene que haber
tenido un principio.
–¡Caray!
Vuelve a abrir los dos sobres.
¿Quién eres?
¿De dónde viene el mundo?»
¡Qué preguntas tan maliciosas! ¿Y de dónde venían las dos cartas?
Eso era casi igual de misterioso
¿Quién había arrancado a Sofía de lo cotidiano para de repente
ponerla ante los grandes enigmas del universo?
Por tercera vez Sofía se fue al buzón.
El cartero acababa de dejar el correo del día. Sofía recogió un
grueso montón de publicidad, periódicos y un par de cartas para su
madre. También había una postal con la foto de una playa del sur.
Dio la vuelta a la postal. Tenía sellos noruegos y un sello en el que
ponía Batallón de las Naciones Unidas». ¿Sería de su padre? ¿Pero
no estaba en otro sitio? Además, no era su letra.
Sofía notó que se le aceleraba el pulso al leer el nombre del
destinatario: Hilde Moller Knag c/o Sofía Amundsen, Camino del
Trébol 3...”. La dirección era la correcta. La postal decía:
Querida Hilde: Te felicito de todo corazón por tu decimoquinto
cumpleaños. Cómo puedes ver, quiero hacerte un regalo con el que
podrás crecer. Perdóname por enviar la postal a Sofía. Resulta
más fácil así.
Con todo cariño, papá.
Sofía volvió corriendo a la cocina. Sentía como un huracán dentro
de ella.
¿Quién era esa Hilde que cumplía quince años poco más de un mes
antes del día en que también ella cumplía quince años?
Sofía cogió la guía telefónica de la entrada. Había muchos Møller
Knag.
Volvió a estudiar la misteriosa postal. Sí, era autentica, con sello y
matasellos.
¿Porqué un padre iba a enviar una felicitación a la dirección de
Sofía cuando estaba clarísimo que iba destinada a otra persona?
¿Qué padre privaría a su hija de la ilusión de recibir una tarjeta de
cumpleaños enviándola a otras señas? ¿Por qué resultaba «más
fácil así»! Y ante todo: ¿cómo encontraría a Hilde?
De esta manera Sofía tuvo otro problema más en que meditar.
Intentó ordenar sus pensamientos de nuevo:
Esa tarde, en el transcurso de un par de horas, se había encontrado
con tres enigmas. Uno era quién había metido los dos sobres
blancos en su buzón. El segundo era aquellas difíciles preguntas
que presentaban esas cartas. El tercer enigma era quien era Hilde
Møller Knag y por qué Sofía había recibido una felicitación de
cumpleaños para aquella chica desconocida. (15)
Estaba segura de que los tres enigmas estaban, de alguna manera,
relacionados entre si, porque justo hasta ese día había tenido una
vida completamente normal.
El sombrero de copa
... lo único que necesitamos para convertirnos en buenos
filósofos es la capacidad de asombro...
Sofía dio por sentado que la persona que había escrito las cartas
anónimas volvería a ponerse en contacto con ella. Mientras tanto,
optó por no decir nada a nadie sobre este asunto.
En el instituto le resultaba difícil concentrarse en lo que decía el
profesor; le parecía que sólo hablaba de cosas sin importancia.
¿Porqué no hablaba de lo que es el ser humano, o de lo que es el
mundo y de cual fue su origen?
Tuvo una sensación que jamás había tenido antes: en el instituto y
en todas partes la gente se interesaba solo por cosas más o menos
fortuitas. Pero también había algunas cuestiones grandes y difíciles
cuyo estudio era mucho mas importante que las asignaturas
corrientes del colegio.
¿Conocía alguien las respuestas a preguntas de ese tipo? A Sofía, al
menos, le parecía mas importante pensar en ellas que estudiarse de
memoria los verbos irregulares.
Cuando sonó la campana al terminar la ultima clase, salió tan
deprisa del patio que Jorunn tuvo que correr para alcanzarla.
Al cabo de un rato Jorunn dijo:
–¿Vamos a jugar a las cartas esta tarde?
Sofía se encogió de hombros.
–Creo que ya no me interesa mucho jugar a las cartas.
Jorunn puso una cara como si se hubiese caído la luna.
–¿Ah, no? ¿Quieres que juguemos al badmington?
Sofía mira fijamente al asfalto y luego a su amiga.
–Creo que tampoco me interesa mucho el badmington.
–¡Pues vale!
Sofía detectó una sombra de amargura en la voz de Jorunn.
–¿Me podrías decir entonces qué es lo que tan de repente es mucho
más importante?
Sofía negó con la cabeza.
–Es... es un secreto.
–¡Bah! ¡Seguro que te has enamorado!
Anduvieron un buen rato sin decir nada. Cuando llegaron al campo
de fútbol, Jorunn dijo:
–Cruzo por el campo.
«Por el campo.»Ese era el camino más rápido para Jorunn, el que
tomaba sólo cuando tenía que irse rápidamente a casa para llegar a
alguna reunión o al dentista.
Sofía se sentía triste por haber herido a su amiga. ¿Pero qué podría
haberle contestado? ¿Qué de repente le interesaba tanto quién era y
de donde surge el mundo que no tenía tiempo de jugar al
badmington? ¿Lo habría entendido su amiga?
¿Por qué tenía que ser tan difícil interesarse por las cuestiones más
importantes y, de alguna manera, más corrientes de todas?
Al abrir el buzón notó que el corazón le latía más deprisa. Al
principio, solo encontró una carta del banco v unos grandes sobres
amarillos para su madre. ¡Qué pena! Sofía había esperado ansiosa
una nueva carta del remitente desconocido.
Al cerrar la puerta de la verja, descubrió su nombre en uno de los
sobres grandes. Al dorso, por donde se abría, ponía:Curso de
filosofía. Trátese con mucho cuidado .
Sofía corrió por el camino de gravilla y dejó su mochila en la
escalera. Metió las demás cartas bajo el felpudo, salió corriendo al
jardín y buscó refugio en el Callejón. Ahí tenía que abrir el sobre
grande.
Sherekan vino corriendo detrás, pero no importaba. Sofía estaba
segura de que el gato no se chivaría.
En el sobre había tres hojas grandes escritas a maquina y unidas
con un clip. Sofía empezó a leer.
¿Qué es la filosofía?
Querida Sofía. Muchas personas tienen distintos hobbies. Unas
coleccionan monedas antiguas o sellos, a otras les gustan las
labores, y otras emplean la mayor parte de su tiempo libre en la
práctica de algún deporte.
A muchas les gusta también la lectura. Pero lo que leemos es
muy variado. Unos leen sólo periódicos o cómics, a algunos les
gustan las novelas, y otros prefieren libros sobre distintos
temas, tales como la astronomía, la fauna o los inventos
tecnológicos.
Aunque a mí me interesen los caballos o las piedras preciosas,
no puedo exigir que todos los demás tengan los mismos
intereses que yo. Si sigo con gran interés todas las emisiones
deportivas en la televisión, tengo que tolerar que otros opinen
que el deporte es aburrido
¿Hay, no obstante, algo que debería interesar a todo el mundo?
¿Existe algo que concierna a todos los seres humanos,
independientemente de quiénes sean o de en qué parte del
mundo vivan? Sí, querida Sofía, hay algunas cuestiones que
deberían interesar a todo el mundo. Sobre esas cuestiones trata
este curso.
¿Qué es lo más importante en la vida? Si preguntamos a una
persona que se encuentra en el límite del hambre, la respuesta
será comida. Si dirigimos la misma pregunta a alguien que tiene
frío, la respuesta será calor. Y si preguntamos a una persona que
se siente sola, la respuesta seguramente será estar con otras
personas.
Pero con todas esas necesidades cubiertas, ¿hay todavía algo que
todo el mundo necesite? Los filósofos opinan que sí. Opinan que
el ser humano no vive sólo de pan. Es evidente que todo el
mundo necesita comer. Todo el mundo necesita también amor y
cuidados. Pero aún hay algo más que todo el mundo necesita.
Necesitamos encontrar una respuesta a quién somos y por qué
vivimos.
Interesarse por el por qué vivimos no es, por lo tanto, un interés
tan fortuito o tan casual como, por ejemplo, coleccionar sellos.
Quien se interesa por cuestiones de ese tipo está preocupado
por algo que ha interesado a los seres humanos desde que viven
en este planeta. El cómo ha nacido el universo, el planeta y la
vida aquí, son preguntas más grandes y más importantes que
quién ganó más medallas de oro en los últimos juegos olímpicos
de invierno.
La mejor manera de aproximarse a la filosofía es plantear
algunas preguntas filosóficas:
¿Cómo se creó el mundo? ¿Existe alguna voluntad o intención
detrás de lo que sucede? ¿Hay otra vida después de la muerte?
¿Cómo podemos solucionar problemas de ese tipo? Y, ante todo:
¿cómo debemos vivir?
En todas las épocas, los seres humanos se han hecho preguntas
de este tipo. No se conoce ninguna cultura que no se haya
preocupado por saber quiénes son los seres humanos y de
dónde procede el mundo.
En realidad, no son tantas las preguntas filosóficas que podemos
hacernos. Ya hemos formulado algunas de las más importantes.
No obstante, la historia nos muestra muchas respuestas
diferentes a cada una de las preguntas que nos hemos hecho.
Vemos, pues, que resulta más fácil hacerse preguntas filosóficas
que contestarlas.
También hoy en día cada uno tiene que buscar sus propias
respuestas a esas mismas preguntas. No se puede consultar una
enciclopedia para ver si existe Dios o si hay otra vida después de
la muerte. La enciclopedia tampoco nos proporciona una
respuesta a cómo debemos vivir. No obstante, a la hora de
formar nuestra propia opinión sobre la vida, puede resultar de
gran ayuda leer lo que otros han pensado.
La búsqueda de la verdad que emprenden los filósofos podría
compararse, quizás, con una historia policíaca. Unos opinan que
Andersen es el asesino, otros creen que es Nielsen o Jepsen.
Cuando se trata de un verdadero misterio policíaco, puede que la
policía llegue a descubrirlo algún día. Por otra parte, también
puede ocurrir que nunca lleguen a desvelar el misterio. No
obstante, el misterio sí tiene una solución.
Aunque una pregunta resulte difícil de contestar puede, sin
embargo, pensarse que tiene una, y sólo una respuesta correcta.
O existe una especie de vida después de la muerte, o no existe.
A través de los tiempos, la ciencia ha solucionado muchos
antiguos enigmas. Hace mucho era un gran misterio saber cómo
era la otra cara de la luna. Cuestiones como ésas eran
difícilmente discutibles; la respuesta dependía de la imaginación
de cada uno. Pero, hoy en día, sabemos con exactitud cómo es la
otra cara de la luna. Ya no se puede «creer que hay un hombre en
la luna, o que la luna es un queso.
Uno de los viejos filósofos griegos que vivió hace más de dos mil
años pensaba que la filosofía surgió debido al asombro de los
seres humanos. Al ser humano le parece tan extraño existir que
las preguntas filosóficas surgen por sí solas, opinaba él.
Es como cuando contemplamos juegos de magia: no entendemos
cómo puede haber ocurrido lo que hemos visto. Y entonces nos
preguntamos justamente eso: ¿cómo ha podido convertir el
prestidigitador un par de pañuelos de seda blanca en un conejo
vivo?
A muchas personas, el mundo les resulta tan inconcebible como
cuando el prestidigitador saca un conejo de ese sombrero de
copa que hace un momento estaba completamente vacío.
En cuanto al conejo, entendemos que el prestidigitador tiene que
habernos engañado. Lo que nos gustaría desvelar es cómo ha
conseguido engañarnos. Tratándose del mundo, todo es un poco
diferente. Sabemos que el mundo no es trampa ni engaño, pues
nosotros mismos andamos por la Tierra formando una parte del
mismo. En realidad, nosotros somos el conejo blanco que se saca
del sombrero de copa. La diferencia entre nosotros y el conejo
blanco es simplemente que el conejo no tiene sensación de
participar en un juego de magia. Nosotros somos distintos.
Pensamos que participamos en algo misterioso y nos gustaría
desvelar ese misterio.
P. D. En cuanto al conejo blanco, quizás convenga compararlo con
el universo entero. Los que vivimos aquí somos unos bichos
minúsculos que vivimos muy dentro de la piel del conejo. Pero
los filósofos intentan subirse por encima de uno de esos fines
pelillos para mirar a los ojos al gran prestidigitador.
¿Me sigues, Sofía? Continúa.
Sofía estaba agotada. ¿Si le seguía? No recordaba haber respirado
durante toda la lectura.
¿Quién había traído la carta? ¿Quién, quién?
No podía ser la misma persona que había enviado la postal a Hilde
Møller Knag, pues la postal llevaba sello y matasellos. El sobre
amarillo había sido metido directamente en el buzón, igual que los
dos sobres blancos.
Sofía miró el reloj. Sólo eran las tres menos cuarto. Faltaban casi
dos horas para que su madre volviera del trabajo.
Sofía salió de nuevo al jardín y se fue corriendo hacia el buzón. ¿Y
si había algo más?
Encontró otro sobre amarillo con su nombre. Miró a su alrededor,
pero no vio a nadie. Se fue corriendo hacia donde empezaba el
bosque y miró fijamente al sendero.
Tampoco ahí se veía un alma.
De repente, le pareció oír el crujido de alguna rama en el interior
del bosque. No estaba totalmente segura, sería imposible, de todos
modos, correr detrás si alguien intentaba escapar.
Sofía se metió en casa de nuevo y dejó la mochila y el correo para
su madre. Subió deprisa a su habitación, sacó la caja grande donde
guardaba las piedras bonitas, las echó al suelo y metió los dos
sobres grandes en la caja. Luego volvió al jardín con la caja en los
brazos. Antes de irse, sacó comida para Sherekan.
De vuelta en el Callejón, abrió el sobre y sacó varias nuevas hojas
escritas a maquina. Empezó a leer.
Un ser extraño
Aquí estoy de nuevo. Como ves, este curso de filosofía llegará en
pequeñas dosis. He aquí unos comentarios más de introducción.
¿Dije ya que lo único que necesitamos para ser buenos filósofos
es la capacidad de asombro? Si no lo dije, lo digo ahora: LO
ÚNICO QUE NECESITAMOS PARA SER BUENOS FILÓSOFOS ES LA
CAPACIDAD DE ASOMBRO.
Todos los niños pequeños tienen esa capacidad. No faltaría más.
Tras unos cuantos meses, salen a una realidad totalmente nueva.
Pero conforme van creciendo, esa capacidad de asombro parece
ir disminuyendo. ¿A qué se debe? ¿Conoce Sofía Amundsen la
respuesta a esta pregunta?
Veamos: si un recién nacido pudiera hablar, seguramente diría
algo de ese extraño mundo al que ha llegado. Porque, aunque el
niño no sabe hablar, vemos cómo señala las cosas de su
alrededor y cómo intenta agarrar con curiosidad las cosas de la
habitación.
Cuando empieza a hablar, el niño se para y grita «guau, guau»
cada vez que ve un perro. Vemos cómo da saltos en su cochecito,
agitando los brazos y gritando «guau, guau, guau, guau». Los que
ya tenemos algunos años a lo mejor nos sentimos un poco
agobiados por el entusiasmo del niño. «Sí, sí, es un guau, guau»,
decimos, muy conocedores del mundo, «tienes que estarte
quietecito en el coche». No sentimos el mismo entusiasmo.
Hemos visto perros antes.
Quizás se repita este episodio de gran entusiasmo unas
doscientas veces, antes de que el niño pueda ver pasar un perro
sin perder los estribos. O un elefante o un hipopótamo. Pero
antes de que el niño haya aprendido a hablar bien, y mucho antes
de que aprenda a pensar filosóficamente, el mundo se ha
convertido para él en algo habitual.
¡Una pena, digo yo!
Lo que a mí me preocupa es que tú seas de los que toman el
mundo como algo asentado, querida Sofía. Para asegurarnos,
vamos a hacer un par de experimentos mentales, antes de iniciar
el curso de filosofía propiamente.
Imagínate que un día estás de paseo por el bosque. De pronto
descubres una pequeña nave espacial en el sendero delante de ti.
De la nave espacial sale un pequeño marciano que se queda
parado, mirándote fríamente.
¿Qué habrías pensado tú en un caso así? Bueno, eso no importa,
¿pero se te ha ocurrido alguna vez pensar que tu misma eres una
marciana?
Es cierto que no es muy probable que te vayas a topar con un ser
de otro planeta. Ni siquiera sabemos si hay vida en otros
planetas. Pero puede ocurrir que te topes contigo misma. Puede
que de pronto un día te detengas, y te veas de una manera
completamente nueva. Quizás ocurra precisamente durante un
paseo por el bosque.
Soy un ser extraño, pensarás. Soy un animal misterioso.
Es como si te despertaras de un larguísimo sueño, como la Bella
Durmiente. ¿Quién soy?, te preguntarás. Sabes que gateas por un
planeta en el universo. ¿Pero qué es el universo?
Si llegas a descubrirte a ti misma de ese modo, habrás
descubierto algo igual de misterioso que aquel marciano que
mencionamos hace un momento. No sólo has visto un ser del
espacio, sino que sientes desde dentro que tú misma eres un ser
tan misterioso como aquél.
¿Me sigues todavía, Sofía? Hagamos otro experimento mental.
Una mañana, la madre, el padre y el pequeño Tomas, de dos o
tres años, están sentados en la cocina desayunando. La madre se
levanta de la mesa y va hacia la encimera, y entonces el padre
empieza, de repente, a flotar bajo el techo, mientras Tomás se le
queda mirando.
¿Qué crees que dice Tomás en ese momento? Quizás señale a su
papá y diga: «¡Papá está flotando!».
Tomás se sorprendería, naturalmente, pero se sorprende muy a
menudo. Papá hace tantas cosas curiosas que un pequeño vuelo
por encima de la mesa del desayuno no cambia mucho las cosas
para Tomás. Su papá se afeita cada día con una extraña
maquinilla, otras veces trepa hasta el tejado para girar la antena
de la tele, o mete la cabeza en el motor de un coche y la saca
negra.
Ahora le toca a mamá. Ha oído lo que acaba de decir Tomás y se
vuelve decididamente. ¿Cómo reaccionará ella ante el
espectáculo del padre volando libremente por encima de la mesa
de la cocina?
Se le cae instantáneamente el frasco de mermelada al suelo y
grita de espanto. Puede que necesite tratamiento médico cuando
papá haya descendido nuevamente a su silla. (¡Debería saber que
hay que estar sentado cuando se desayuna!)
¿Por qué crees que son tan distintas las reacciones de Tomás y
las de su madre? Tiene que ver con el hábito.
(¡Toma nota de esto!) La madre ha aprendido que los seres
humanos no saben volar. Tomás no lo ha aprendido. El sigue
dudando de lo que se puede y no se puede hacer en este mundo.
¿Pero y el propio mundo, Sofía? ¿Crees que este mundo puede
flotar? ¿También este mundo está volando libremente?
Lo triste es que no sólo nos habituamos a la ley de la gravedad
conforme vamos haciéndonos mayores. Al mismo tiempo, nos
habituamos al mundo tal y como es.
Es como si durante el crecimiento perdiéramos la capacidad de
dejarnos sorprender por el mundo. En ese caso, perdemos algo
esencial, algo que los filósofos intentan volver a despertar en
nosotros. Porque hay algo dentro de nosotros mismos que nos
dice que la vida en sí es un gran enigma.
Es algo que hemos sentido incluso mucho antes de aprender a
pensarlo.
Puntualizo: aunque las cuestiones filosóficas conciernen a todo
el mundo, no todo el mundo se convierte en filósofo. Por
diversas razones, la mayoría se aferra tanto a lo cotidiano que el
propio asombro por la vida queda relegado a un segundo plano.
(Se adentran en la piel del conejo, se acomodan y se quedan allí
para el resto de su vida.)
Para los niños, el mundo –y todo lo que hay en él- es algo nuevo,
algo que provoca su asombro. No es así para todos los adultos.
La mayor parte de los adultos ve el mundo como algo muy
normal.
Precisamente en este punto los filósofos constituyen una
honrosa excepción. Un filósofo jamás ha sabido habituarse del
todo al mundo. Para él o ella, el mundo sigue siendo algo
desmesurado, incluso algo enigmático y misterioso.
Por lo tanto, los filósofos y los niños pequeños tienen en común
esa importante capacidad. Se podría decir que un filósofo sigue
siendo tan susceptible como un niño pequeño durante toda la
vida.
De modo que puedes elegir, querida Sofía. ¿Eres una niña
pequeña que aún no ha llegado a ser la perfecta conocedora del
mundo? ¿O eres una filósofa que puede jurar que jamás lo
llegará a conocer?
Si simplemente niegas con la cabeza y no te reconoces ni en el
niño ni en el filósofo, es porque tú también te has habituado
tanto al mundo que te ha dejado de asombrar. En ese caso corres
peligro. Por esa razón recibes este curso de filosofía, es decir,
para asegurarnos. No quiero que tú justamente estés entre los
indolentes e indiferentes. Quiero que vivas una vida despierta.
Recibirás el curso totalmente gratis. Por eso no se te devolverá
ningún dinero si no lo terminas. No obstante, si quieres
interrumpirlo, tienes todo tu derecho a hacerlo. En ese caso,
tendrás que dejarme una señal en el buzón. Una rana viva estaría
bien. Tiene que ser algo verde también; de lo contrario, el cartero
se asustaría demasiado.
Un breve resumen: se puede sacar un conejo blanco de un
sombrero de copa vacío. Dado que se trata de un conejo muy
grande, este truco dura muchos miles de millones de años. En el
extremo de los finos pelillos de su piel nacen todas las criaturas
humanas. De esa manera son capaces de asombrarse por el
imposible arte de la magia. Pero conforme se van haciendo
mayores, se adentran cada vez más en la piel del conejo, y allí se
quedan. Están tan a gusto y tan cómodos que no se atreven a
volver a los finos pelillos de la piel. Solo los filósofos emprenden
ese peligroso viaje hacia los límites extremos del idioma y de la
existencia. Algunos de ellos se quedan en el camino, pero otros
se agarran fuertemente a los pelillos de la piel del conejo y
gritan a todos los seres sentados cómodamente muy dentro de la
suave piel del conejo, comiendo y bebiendo estupendamente:
–Damas y caballeros –dicen–. Flotamos en el vacío.
Pero esos seres de dentro de la piel no escuchan a los filósofos.
–¡Ah, qué pesados! –dicen.
Y continúan charlando como antes:
–Dame la mantequilla. ¿Cómo va la bolsa hoy? ¿A cómo están los
tomates? ¿Has oído que Lady Di espera otro hijo?
Cuando la madre de Sofía volvió a casa más tarde, Sofía se
encontraba en un estado de shock. La caja con las cartas del
misterioso filósofo se encontraban bien guardadas en el Callejón.
Sofía había intentado empezar a hacer sus deberes, por lo que se
quedó pensando y meditando sobre lo que había leído.
¡Había tantas cosas en las que nunca había pensado antes! Ya no
era una niña, pero tampoco era del todo adulta.
Sofía entendió que ya había empezado a adentrarse en la espesa
piel de ese conejo que se había sacado del negro sombrero de copa
del universo. Pero el filósofo la había detenido.
–El, –¿o sería ella?– la había agarrado fuertemente y la había
sacado hasta el pelillo de la piel donde había jugado cuando era
niña. Y ahí, en el extremo del pelillo, había vuelto a ver el mundo
como si lo viera por primera vez.
El filósofo la había rescatado; de eso no cabía duda. El
desconocido remitente de cartas la había salvado de la indiferencia
de la vida cotidiana.
Cuando su madre llegó a casa, sobre las cinco de la tarde, Sofía la
llevó al salón y la obligó a sentarse en un sillón.
–¿Mama, no te parece extraño vivir? –empezó.
La madre se quedó tan aturdida que no supo qué contestar. Sofía
solía estar haciendo los deberes cuando ella volvía del trabajo.
–Bueno –dijo–. A veces sí.
–¿A veces? Lo que quiero decir es si no te parece extraño que
exista un mundo.
–Pero, Sofía, no debes hablar así.
–¿Por qué no? ¿Entonces, acaso te parece el mundo algo
completamente normal?
–Pues claro que lo es. Por regla general, al menos.
Sofía entendió que el filósofo tenía razón. Para los adultos, el
mundo era algo asentado. Se habían metido de una vez por todas
en el sueño cotidiano de la Bella Durmiente.
–¡Bah! Simplemente estás tan habituada al mundo que te ha dejado
de asombrar –dijo.
–¿Qué dices?
–Digo que estás demasiado habituada al mundo. Completamente
atrofiada, vamos.
–Sofía, no te permito que me hables así.
–Entonces, lo diré de otra manera. Te has acomodado bien dentro
de la piel de ese conejo que acaba de ser sacado del negro
sombrero de copa del universo. Y ahora pondrás las patatas a
cocer, y luego leerás el periódico, y después de media hora de
siesta verás el telediario.
El rostro de la madre adquirió un aire de preocupación. Como
estaba previsto, se fue a la cocina a poner las patatas a hervir. Al
cabo de un rato, volvió a la sala de estar y ahora fue ella la que
empujó a Sofía hacia un sillón.
–Tengo que hablar contigo sobre un asunto –empezó a decir.
Por el tono de su voz, Sofía entendió que se trataba de algo serio.
–¿No te habrás metido en algo de drogas, hija mía?
Sofía se echó a reír, pero entendió por que esta pregunta había
surgido exactamente en esta situación.
–¡Estas loca! –dijo–. Las drogas te atrofian aún mas. Y no se dijo
nada más aquella tarde, ni sobre drogas, ni sobre el conejo blanco.
Los mitos
... un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y
del mal...
A la mañana siguiente, no había ninguna carta para Sofía en el
buzón. Pasó aburrida el largo día en el instituto, procurando ser
muy amable con Jorunn en los recreos. En el camino hacia casa,
comenzaron a hacer planes para una excursión con tienda de
campaña en cuanto se secara el bosque.
De nuevo se encontró delante del buzón. Primero abrió una carta
que llevaba un matasellos de México. Era una postal de su padre en
la que decía que tenía muchas ganas de ir a casa, y que había
ganado al Piloto jefe al ajedrez por primera vez. Y también que
casi había terminado los veinte kilos de libros que se había llevado
a bordo después de las vacaciones de invierno.
Y había, además, un sobre amarillo con el nombre de Sofía escrito.
Abrió la puerta de la casa y dejó dentro la cartera y el correo, antes
de irse corriendo al Callejón. Sacó nuevas hojas escritas a máquina
y comenzó a leer.
La visión mítica del mundo
¡Hola, Sofía! Tenemos mucho que hacer, de modo que empecemos
ya.
Por filosofía entendemos una manera de pensar totalmente
nueva que surgió en Grecia alrededor del año600 antes de Cristo.
Hasta entonces, habían sido las distintas religiones las que
habían dado a la gente las respuestas a todas esas preguntas
que se hacían. Estas explicaciones religiosas se transmitieron de
generación en generación a través de los mitos.
Un mito es un relato sobre dioses, un relato que pretende
explicar el principio de la vida.
Por todo el mundo ha surgido, en el transcurso de los milenios,
una enorme flora de explicaciones míticas a las cuestiones
filosóficas. Los filósofos griegos intentaron enseñar a los seres
humanos que no debían fiarse de tales explicaciones.
Para poder entender la manera de pensar de los primeros
filósofos, necesitamos comprender lo que quiere decir tener una
visión mítica del mundo. Utilizaremos como ejemplos algunas
ideas de la mitología nórdica; no hace falta cruzar el río para
coger agua.
Seguramente habrás oído hablar de Tor y su martillo.
Antes de que el cristianismo llegara a Noruega, la gente creía que
Tor viajaba por el cielo en un carro tirado por dos machos
cabríos.
Cuando agitaba su martillo, había truenos y rayos.
La palabra noruega «torden» (truenos) significa precisamente
eso, «ruidos de Tor».
Cuando hay rayos y truenos, también suele llover. La lluvia tenía
una importancia vital para los agricultores en la época vikinga;
por eso Tor fue adorado como el dios de la fertilidad.
Es decir: la respuesta mítica a por que llueve, era que Tor agitaba
su martillo; y, cuando llovía, todo crecía bien en el campo.
Resultaba en sí incomprensible cómo las plantas en el campo
crecían y daban frutos, pero los agricultores intuían que tenía
que ver con la lluvia. Y, además, todos creían que la lluvia tenía
algo que ver con Tor, lo que le convirtió en uno de los dioses
más importantes del Norte.
Tor también era importante en otro contexto, en un contexto que
tenía que ver con todo el concepto del mundo.
Los vikingos se imaginaban que el mundo habitado era una isla
constantemente amenazada por peligros externos. A esa parte
del mundo la llamaban Midgard (el patio en el medio), es decir, el
reino situado en el medio. En Midgard se encontraba además
Asgard (el patio de los dioses), que era el hogar de los dioses.
Fuera de Midgard estaba Urgard (el patio de fuera), es decir, el
reino que se encontraba fuera. Aquí vivían los peligrosos trolls
(gigantes), que constantemente intentaban destruir el mundo
mediante astutos trucos.
A esos monstruos malvados se les suele llamar “fuerzas del
caos”. Tanto en la religión nórdica como en la mayor parte de
otras culturas, los seres humanos tenían la sensación de que
había un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y
del mal.
Los trolls podían destruir Midgard raptando a la diosa de la
fertilidad, Freya. Si lo lograban, en los campos no crecería nada y
las mujeres no darían a luz. Por eso era tan importante que los
dioses buenos pudieran mantenerlos en jaque.
También en este sentido Tor jugaba un papel importante. Su
martillo no sólo traía la lluvia, sino que también era un arma
importante en la lucha contra las fuerzas peligrosas. El martillo
le daba un poder casi ilimitado. Por ejemplo, podía echarlo tras
los trolls y matarlos. Y además, no tenía que tener miedo de
perderlo, porque funcionaba como un bumerán, y siempre volvía
a él.
He aquí la explicación mítica de cómo se mantiene la naturaleza,
y cómo se libra una constante lucha entre el bien y el mal. Y esas
explicaciones míticas eran precisamente las que los filósofos
rechazaban.
Pero no se trataba únicamente de explicaciones. La gente no
podía quedarse sentada de brazos cruzados esperando a que
interviniesen los dioses cuando amenazaban las desgracias –
tales como sequías o epidemias–. Las personas tenían que tomar
parte activa en la lucha contra el mal. Esta participación se
llevaba a cabo mediante distintos actos religiosos o ritos.
El acto religioso más importante en la época de la antigua
Noruega era el sacrificio, que se hacía con el fin de aumentar el
poder del dios. Los seres humanos tenían que hacer sacrificios a
los dioses para que éstos reuniesen fuerzas suficientes para
combatir a las fuerzas del caos. Esto se conseguía, por ejemplo,
mediante el sacrificio de un animal al dios en cuestión. Era
bastante corriente sacrificar machos cabríos a Tor. En lo que se
refiere a Odín, también se sacrificaban seres humanos.
El mito más conocido en Noruega lo conocemos por el poema
«Trymskvida» (La canción sobre Trym).
En él se cuenta que Tor se quedó dormido y que, cuando se
despertó, su martillo había desaparecido. Se enfureció tanto que
las manos le temblaban y la barba le vibraba. Acompañado por
su amigo Loke fue a preguntar a Freya si le dejaba sus alas para
que éste pudiera volar hasta Jotunheimen (el hogar de los
gigantes), con el fin de averiguar si eran los trolls los que le
habían robado el martillo. Allí Loke se encuentra con Trym, el rey
de los gigantes, que, en efecto, empieza a presumir de haber
robado el martillo y de haberlo escondido a ocho millas bajo
tierra. Y añade que no devolverá el martillo hasta que no logre
casarse con Freya.
¿Me sigues, Sofía? Los dioses buenos se encuentran de repente
ante un dramático secuestro: los trolls se han apoderado de su
arma defensiva más importante, lo que da lugar a una situación
insostenible. Mientras los trolls tengan en su poder el martillo de
Tor, tienen el poder total sobre el mundo de los dioses y de los
humanos. Y a cambio del martillo exigen a Freya. Pero tal
intercambio resulta igual de imposible: si los dioses tienen que
desprenderse de su diosa de la fertilidad, la que vela por todo lo
que es vida, la hierba en el campo se marchitará y los dioses y
los humanos morirán. Es decir, la situación no tiene salida. Si te
imaginas un grupo de terroristas amenazando con hacer explotar
una bomba atómica en el centro de París o de Londres, si no se
cumplen sus peligrosísimas exigencias, entiendes muy bien esta
historia.
El mito cuenta que Loke vuelve a Asgard, donde pide a Freya que
se vista de novia, porque hay que casarla con los trolls.
Desgraciadamente, Freya se enfada y dice que la gente pensará
que está loca por los hombres si accede a casarse con un troll.
Entonces al dios Heimdal se le ocurre una excelente idea. Sugiere
que disfracen a Tor de novia. Podrán atarle el pelo y ponerle
piedras en el pecho para que parezca una mujer. Evidentemente
a Tor no le hace muy feliz esta propuesta, pero entiende
finalmente que la única posibilidad que tienen los dioses de
recuperar el martillo es seguir el consejo de Heimdal.
Al final, Tor se viste de novia. Loke le va a acompañar como
dama de honor. «Vayamos las dos mujeres a Jotunheimen», dice
Loke.
Si prefieres un idioma más moderno, diríamos que Tor y Loke
son los «policías antiterroristas» de los dioses. Disfrazados de
mujeres deben meterse en el baluarte de los trolls para
recuperar el martillo de Tor.
En cuanto llegan a Jotunheimen, los trolls empiezan los
preparativos de la boda. Pero, durante la fiesta nupcial, la novia –
es decir Tor–, se come un buey entero y ocho salmones. También
se bebe tres barriles de cerveza. A Trym le extraña, y los
«soldados del comando» disfrazados están a punto de ser
descubiertos. Pero Loke consigue escapar de la peligrosa
situación. Dice que Freya no ha comido en ocho noches por la
enorme ilusión que le hacía ir a Jotunheimen.
Trym levanta el velo para besar a la novia, pero da un salto del
susto, al mirar dentro de los agudos ojos de Tor. También esta
vez es Loke el que salva la situación. Dice que la novia no ha
dormido en ocho noches por la enorme ilusión que le hacía la
boda. Entonces Trym ordena que se traiga el martillo y que se
ponga sobre las piernas de la novia, durante la ceremonia de la
boda.
Se cuenta que Tor se echó a reír cuando le llevaron su martillo.
Primero mató con él a Trym, y luego a toda la estirpe de los
gigantes. Y así el siniestro secuestro tuvo un final feliz.
Una vez más, Tor –el Batman o el James Bond de los dioses- había
vencido a las fuerzas del mal.
Hasta ahí el propio mito, Sofía. ¿Pero qué significa en realidad?
No creo que se haya inventado sólo por gusto. Con este mito se
pretende dar una explicación a algo. Ese algo podría ser lo
siguiente: cuando había sequías en el país, la gente necesitaba
una explicación de por qué no llovía. ¿Sería acaso porque los
dioses habían robado el martillo de Tor?
El mito puede querer dar también una explicación a los cambios
de estación del año: en invierno, la naturaleza muere porque el
martillo de Tor está en Jotunheimen. Pero, en primavera,
consigue recuperarlo. Así pues, el mito intenta dar a los seres
humanos respuestas a algo que no entienden.
Pero habría algo que explicar además del mito. A menudo, los
seres humanos realizaron distintos actos religiosos relacionados
con el mito. Podemos imaginarnos que la respuesta de los
humanos a sequías o a malos años sería representar el drama
que describía el mito. Quizá disfrazaban de novia a algún
hombre del pueblo –con piedras en lugar de pechos- para
recuperar el martillo que los trolls habían robado. De esta
manera, los seres humanos podían contribuir a que lloviera y a
que el grano creciera en el campo.
Conocemos muchos ejemplos de otras partes del mundo en los
que los seres humanos dramatizaban un «mito de estaciones»,
con el fin de acelerar los procesos de la naturaleza.
Sólo hemos echado un brevísimo vistazo al mundo de la
mitología nórdica. Existe un sinfín de mitos sobre Tor y Odín,
Frey y Freya, Hoder y Balder, y muchísimos otros dioses. Ideas
mitológicas de este tipo florecían por el mundo entero antes de
que los filósofos comenzaran a hurgar en ellas.
También los griegos tenían su visión mítica del mundo cuando
surgió la primera filosofía. Durante siglos, habían hablado de los
dioses de generación en generación.
En Grecia los dioses se llamaban Zeus y Apolo, Hera y Atenea,
Dionisio y Asclepio, Heracles y Hefesto, por nombrar algunos.
Alrededor del año 700 a. de C., gran parte de los mitos griegos
fueron plasmados por escrito por Homero y Hesíodo.
Con esto se creó una nueva situación. Al tener escritos los mitos,
se hizo posible discutirlos.
Los primeros filósofos griegos criticaron la mitología de Homero
sólo porque los dioses se parecían mucho a los seres humanos y
porque eran igual de egoístas y de poco fiar que nosotros. Por
primera vez se dijo que quizás los mitos no fueran más que
imaginaciones humanas.
Encontramos un ejemplo de esta crítica de los mitos en el
filósofo Jenófanes, (41) que nació en el 570 a. de C. «Los seres
humanos se han creado dioses a su propia imagen», decía.
«Creen que los dioses han nacido y que tienen cuerpo, vestidos e
idioma como nosotros. Los negros piensan que los dioses son
negros y chatos, los tracios los imaginan rubios y con ojos
azules. Incluso si los bueyes, caballos y leones hubiesen sabido
pintar, habrían representado dioses con aspecto de bueyes,
caballos y leones!»
Precisamente en esa época, los griegos fundaron una serie de
ciudades-estado (42) en Grecia y en las colonias griegas del sur
de Italia y en Eurasia. En estos lugares los esclavos hacían todo
el trabajo físico, y los ciudadanos libres podían dedicar su
tiempo a la política y a la vida cultural.
En estos ambientes urbanos evolucionó la manera de pensar de
la gente. Un solo individuo podía, por cuenta propia, plantear
cuestiones sobre cómo debería organizarse la sociedad. De esta
manera, el individuo también podía hacer preguntas filosóficas
sin tener que recurrir a los mitos heredados.
Decimos que tuvo lugar una evolución de una manera de pensar
mítica a un razonamiento basado en la experiencia y la razón. El
objetivo de los primeros filósofos era buscar explicaciones
naturales a los procesos de la naturaleza.
Sofía dio vueltas por el amplio jardín. Intentó olvidarse de todo lo
que había aprendido en el instituto. Especialmente importante era
olvidarse de lo que había leído en los libros de ciencias naturales.
Si se hubiera criado en ese jardín, sin saber nada sobre la
naturaleza, ¿cómo habría vivido ella entonces la primavera?
¿Habría intentado inventar una especie de explicación a por qué de
pronto un día comenzaba a llover? ¿Habría imaginado una especie
de razonamiento de cómo desaparecía la nieve y el sol iba
subiendo en el horizonte?
Sí, de eso estaba totalmente segura, y empezó a inventar e imaginar.
El invierno había sido como una garra congelada sobre el país
debido a que el malvado Muriat se había llevado presa a una fría
cárcel a la hermosa princesa Sikita. Pero, una mañana, llegó el
apuesto príncipe Bravato a rescatarla. Entonces Sikita se puso tan
contenta que comenzó a bailar por los campos, cantando una
canción que había compuesto mientras estaba en la fría cárcel.
Entonces la tierra y los árboles se emocionaron tanto que la nieve
se convirtió en lágrimas. Pero luego salió el sol y secó todas las
lagrimas. Los pájaros imitaron la canción de Sikita y, cuando la
hermosa princesa soltó su pelo dorado, algunos rizos cayeron al
suelo, donde se convirtieron en lirios del campo.
A Sofía le pareció que acababa de inventarse una hermosa historia.
Si no hubiera tenido conocimiento de otra explicación para el
cambio de las estaciones, habría acabado por creerse la historia que
se había inventado.
Comprendió que los seres humanos quizás hubieran necesitado
siempre encontrar explicaciones a los procesos de la naturaleza. A
lo mejor la gente no podía vivir sin tales explicaciones. Y entonces
inventaron todos los mitos en aquellos tiempos en que no había
ninguna ciencia.
Los filósofos de la naturaleza
... nada puede surgir de la nada...
Cuando su madre volvió del trabajo aquella tarde, Sofía estaba
sentada en el balancín del jardín, meditando sobre la posible
relación entre el curso de filosofía y esa Hilde Møller Knag que no
recibiría ninguna felicitación de su padre en el día de su
cumpleaños.
–¡Sofía! –la llamó su madre desde lejos–. ¡Ha llegado una carta
para ti!
El corazón le dio un vuelco. Ella misma había recogido el correo,
de modo que esa carta tenía que ser del filósofo. ¿Qué le podía
decir a su madre?
Se levantó lentamente del balancín y se acercó a ella.
–No lleva sello. A lo mejor es una carta de amor.
Sofía cogió la carta.
–¿No la vas a abrir?
¿Que podía decir?
–¿Has visto alguna vez a alguien abrir sus cartas de amor delante
de su madre?
Mejor que pensara que ésa era la explicación. Le daba muchísima
vergüenza, porque era muy joven para recibir cartas de amor, pero
le daría aún más vergüenza que se supiera que estaba recibiendo un
curso completo de filosofía por correspondencia, de un filósofo
totalmente desconocido y que incluso jugaba con ella al escondite.
Era uno de esos pequeños sobres blancos. En su habitación, Sofía
leyó tres nuevas preguntas escritas en la nota dentro del sobre:
¿Existe una materia primaria de la que todo lo demás está
hecho?
¿El agua puede convertirse en vino?
¿Cómo pueden la tierra y el agua convertirse en una rana?
A Sofía estas preguntas le parecieron bastante chifladas, pero las
estuvo dando vueltas durante toda la tarde. También al día
siguiente, en el instituto, volvió a meditar sobre ellas, una por una.
¿Existiría una materia primaria,, de la que estaba hecho todo lo
demás? Pero si existiera una materia de la que estaba hecho todo el
mundo, ¿cómo podía esta materia única convertirse de pronto en
una flor o, por que no, en un elefante?
La misma objeción era válida para la pregunta de si el agua podía
convertirse en vino. Sofía había oído el relato de Jesús, que
convirtió el agua en vino, pero nunca lo había entendido
literalmente. Y si Jesús verdaderamente hubiese hecho vino del
agua se trataría más bien de un milagro y no de algo que fuera
realmente posible. Sofía era consciente de que tanto el vino como
casi todo el resto de la naturaleza contiene mucha agua. Pero
aunque un pepino contuviera un 95% de agua, tendría que contener
también alguna otra cosa para ser precisamente un pepino y no sólo
agua.
Luego estaba lo de la rana. Le llamaba la atención que su profesor
de filosofía se interesara tanto por las ranas. Sofía podía estar de
acuerdo en que una rana estuviese compuesta de tierra y agua, pero
la tierra no podía estar compuesta entonces por una sola sustancia.
Si la tierra estuviera compuesta por muchas materias distintas,
podría evidentemente pensarse que tierra y agua conjugadas
pudieran convertirse en rana; siempre y cuando la tierra y el agua
pasaran por el proceso del huevo de rana y del renacuajo, porque
una rana no puede crecer así como así en una huerta, por mucho
esmero que ponga el horticultor al regarla.
Al volver del instituto aquel día, Sofía se encontró con otro sobre
para ella en el buzón. Se refugió en el Callejón, como lo había
hecho los días anteriores.
El proyecto de los filósofos
¡Ahí estás de nuevo! Pasemos directamente a la lección de hoy,
sin pasar por conejos blancos y cosas así.
Te contaré a grandes rasgos cómo han meditado los seres
humanos sobre las preguntas filosóficas desde la antigüedad
griega hasta hoy. Pero todo llegará a su debido tiempo.
Debido a que esos filósofos vivieron en otros tiempos y quizás
en una cultura totalmente diferente a la nuestra, resulta a
menudo práctico averiguar cuál fue el proyecto de cada uno. Con
ello quiero decir que debemos intentar captar qué es lo que
precisamente ese filósofo tiene tanto interés en solucionar. Un
filósofo puede interesarse por el origen de las plantas y los
animales. Otro puede querer averiguar si existe un dios o si el
ser humano tiene un alma inmortal.
Cuando logremos extraer cuál es el «proyecto, de un
determinado filósofo, resultará más fácil seguir su manera de
pensar. Pues un solo filósofo no está obsesionado por todas las
preguntas filosóficas.
Siempre digo «él», cuando hablo de los filósofos, y eso se debe a
que la historia de la filosofía está marcada por los hombres, ya
que a la mujer se la ha reprimido como ser pensante debido a su
sexo. Es una pena porque, con ello, se ha perdido una serie de
experiencias importantes. Hasta nuestro propio siglo, la mujer no
ha entrado de lleno en la historia de la filosofía.
No te pondré deberes, al menos no complicados ejercicios de
matemáticas. En este momento, la conjugación de los verbos
ingleses está totalmente fuera del ámbito de mi interés. Pero de
vez en cuando, te pondré un pequeño ejercicio de alumno.
Si aceptas estas condiciones, podemos ponernos en marcha.
Los filósofos de la naturaleza
A los primeros filósofos de Grecia se les suele llamar «filósofos
de la naturaleza» porque, ante todo, se interesaban por la
naturaleza y por sus procesos.
Ya nos hemos preguntado de dónde procedemos. Muchas
personas hoy en día se imaginan más o menos que algo habrá
surgido, en algún memento, de la nada. Esta idea no era tan
corriente entre los griegos.
Por alguna razón daban por sentado que ese «algo» había
existido siempre.
Vemos, pues, que la gran pregunta no era cómo todo pudo surgir
de la nada. Los griegos se preguntaban, más bien, cómo era
posible que el agua se convirtiera en peces vivos y la tierra
inerte en grandes árboles o en flores de colores encendidos. ¡Por
no hablar de cómo un niño puede ser concebido en el seno de su
madre!
Los filósofos veían con sus propios ojos cómo constantemente
ocurrían cambios en la naturaleza. ¿Pero cómo podían ser
posibles tales cambios? ¿Cómo podía algo pasar de ser una
sustancia para convertirse en algo completamente distinto, en
vida, por ejemplo?
Los primeros filósofos tenían en común la creencia de que existía
una materia primaria, que era el origen de todos los cambios. No
resulta fácil saber cómo llegaron a esa conclusión, sólo sabemos
que iba surgiendo la idea de que tenía que haber una sola
materia primaria que, más o menos, fuese el origen de todos los
cambios sucedidos en la naturaleza. Tenía que haber «algo» de lo
que todo procedía y a lo que todo volvía.
Lo más interesante para nosotros no es saber cuáles fueron las
respuestas a las que llegaron esos primeros filósofos, sino qué
preguntas se hacían y qué tipo de respuestas buscaban. Nos
interesa más el como pensaban que precisamente lo que
pensaban.
Podemos constatar que hacían preguntas sobre cambios visibles
en la naturaleza. Intentaron buscar algunas leyes naturales
constantes. Querían entender los sucesos de la naturaleza sin
tener que recurrir a los mitos tradicionales. Ante todo, intentaron
entender los procesos de la naturaleza estudiando la misma
naturaleza. ¡Es algo muy distinto a explicar los relámpagos y los
truenos, el invierno y la primavera con referencias a sucesos
mitológicos!
De esta manera, la filosofía se independizó de la religión.
Podemos decir que los filósofos de la naturaleza dieron los
primeros pasos hacia una manera científica de pensar,
desencadenando todas las ciencias naturales posteriores.
La mayor parte de lo que dijeron y escribieron los filósofos de la
naturaleza se perdió para la posteridad. Lo poco que conocemos
lo encontramos en los escritos de Aristóteles, que vivió un par de
siglos después de los primeros filósofos. Aristóteles sólo se
refiere a los resultados a que llegaron los filósofos que le
precedieron, lo que significa que no podemos saber siempre
cómo llegaron a sus conclusiones. Pero sabemos suficiente como
para constatar que el proyecto de los primeros filósofos griegos
abarcaba preguntas en torno a la materia primaria y a los
cambios en la naturaleza.
Tres filósofos de Mileto
El primer filósofo del que oímos hablar es Tales, de la colonia de
Mileto, en Asia Menor. Viajó mucho por el mundo. Se cuenta de él
que midió la altura de una pirámide en Egipto, teniendo en
cuenta la sombra de la misma, en el momento en que su propia
sombra medía exactamente lo mismo que él. También se dice
que supo predecir mediante cálculos matemáticos un eclipse
solar en el año 585 antes de Cristo.
Tales opinaba que el agua es el origen de todas las cosas. No
sabemos exactamente lo que quería decir con eso. Quizás
opinara que toda clase de vida tiene su origen en el agua, y que
toda clase de vida vuelve a convertirse en agua cuando se
disuelve.
Estando en Egipto, es muy probable que viera cómo todo crecía
en cuanto las aguas del Nilo se retiraban de las regiones de su
delta. Quizás también viera cómo, tras la lluvia, iban apareciendo
ranas y gusanos.
Además, es probable que Tales se preguntara cómo el agua
puede convertirse en hielo y vapor, y luego volver a ser agua de
nuevo.
Al parecer, Tales también dijo que «todo está lleno de dioses».
También sobre este particular sólo podemos hacer conjeturas en
cuanto a lo que quiso decir. Quizás se refiriese a cómo la tierra
negra pudiera ser el origen de todo, desde flores y cereales hasta
cucarachas y otros insectos, y se imaginase que la tierra estaba
llena de pequeños e invisibles «gérmenes» de vida. De lo que sí
podemos estar seguros, al menos, es de que no estaba pensando
en los dioses de Homero.
El siguiente filósofo del que se nos habla es de Anaximandro,
que también vivió en Mileto. Pensaba que nuestro mundo
simplemente es uno de los muchos mundos que nacen y perecen
en algo que él llamó «lo Indefinido». No es fácil saber lo que él
entendía por «lo Indefinido», pero parece claro que no se
imaginaba una sustancia conocida, como Tales. Quizás fuera de
la opinión de que aquello de lo que se ha creado todo,
precisamente tiene que ser distinto a lo creado. En ese caso, la
materia primaria no podía ser algo tan normal como el agua, sino
algo «indefinido».
Un tercer filósofo de Mileto fue Anaxímenes (aprox. 570-526 a. de
C.) que opinaba que el origen de todo era el aire o la niebla.
Es evidente que Anaxímenes había conocido la teoría de Tales
sobre el agua. ¿Pero de dónde viene el agua? Anaxímenes
opinaba que el agua tenía que ser aire condensado, pues vemos
cómo el agua surge del aire cuando llueve. Y cuando el agua se
condensa aún más, se convierte en tierra, pensaba él. Quizás
había observado cómo la tierra y la arena provenían del hielo que
se derretía. Asimismo pensaba que el fuego tenía que ser aire
diluido. Según Anaxímenes, tanto la tierra como el agua y el
fuego, tenían como origen el aire.
No es largo el camino desde la tierra y el agua hasta las plantas
en el campo. Quizás pensaba Anaxímenes que para que surgiera
vida, tendría que haber tierra, aire, fuego y agua. Pero el punto de
partida en sí eran «el aire» o «la niebla». Esto significa que
compartía con Tales la idea de que tiene que haber una materia
primaria, que constituye la base de todos los cambios que
suceden en la naturaleza.
Nada puede surgir de la nada
Los tres filósofos de Mileto pensaban que tenía que haber una –y
quizás sólo una- materia primaria de la que estaba hecho todo lo
demás. ¿Pero cómo era posible que una materia se alterara de
repente para convertirse en algo completamente distinto? A este
problema lo podemos llamar problema del cambio.
Desde aproximadamente el año 500 a. de C. vivieron unos
filósofos en la colonia griega de Elea en el sur de Italia, y estos
eleatos se preocuparon por cuestiones de ese tipo. El más
conocido era Parménides (aprox. 510-470 a. de C). (14)
Parménides pensaba que todo lo que hay ha existido siempre, lo
que era una idea muy corriente entre los griegos. Daban más o
menos por sentado que todo lo que existe en el mundo es eterno.
Nada puede surgir de la nada, pensaba Parménides. Y algo que
existe, tampoco se puede convertir en nada.
Pero Parménides fue más lejos que la mayoría. Pensaba que
ningún verdadero cambio era posible. No hay nada que se pueda
convertir en algo diferente a lo que es exactamente.
Desde luego que Parménides sabía que precisamente la
naturaleza muestra cambios constantes. Con los sentidos
observaba cómo cambiaban las cosas, pero esto no concordaba
con lo que le decía la razón. No obstante, cuando se vio forzado a
elegir entre fiarse de sus sentidos o de su razón, optó por la
razón.
Conocemos la expresión: «Si no lo veo, no lo creo». Pero
Parménides no lo creía ni siquiera cuando lo veía. Pensaba que
los sentidos nos ofrecen una imagen errónea del mundo, una
imagen que no concuerda con la razón de los seres humanos.
Como filósofo, consideraba que era su obligación descubrir toda
clase de «ilusiones».
Esta fuerte fe en la razón humana se llama racionalismo. Un
racionalista es el que tiene una gran fe en la razón de las
personas como fuente de sus conocimientos sobre el mundo.
Todo fluye
Al mismo tiempo que Parménides, vivió Heráclito (aprox. 540-480
a. de C.) de Éfeso en Asia Menor. Él pensaba que precisamente
los cambios constantes eran los rasgos más básicos de la
naturaleza. Podríamos decir que Heráclito tenía más fe en lo que
le decían sus sentidos que Parménides.
«Todo fluye», dijo Heráclito. Todo está en movimiento y nada
dura eternamente. Por eso no podemos «descender dos veces al
mismo río», pues cuando desciendo al río por segunda vez, ni yo
ni el río somos los mismos.
Heráclito también señaló el hecho de que el mundo está
caracterizado por constantes contradicciones. Si no estuviéramos
nunca enfermos, no entenderíamos lo que significa estar sano. Si
no tuviéramos nunca hambre, no sabríamos apreciar estar
saciados. Si no hubiera nunca guerra, no sabríamos valorar la
paz, y si no hubiera nunca invierno, no nos daríamos cuenta de la
primavera.
Tanto el bien como el mal tienen un lugar necesario en el Todo,
decía Heráclito. Y si no hubiera un constante juego entre los
contrastes, el mundo dejaría de existir. «Dios es día y noche,
invierno y verano, guerra y paz, hambre y saciedad», decía.
Emplea la palabra «Dios», pero es evidente que se refiere a algo
muy distinto a los dioses de los que hablaban los mitos. Para
Heráclito, Dios –o lo divino- es algo que abarca a todo el mundo.
Dios se muestra precisamente en esa naturaleza llena de
contradicciones y en constante cambio.
En lugar de la palabra «Dios», emplea a menudo la palabra griega
logos, que significa razón. Aunque las personas no hemos
pensado siempre del mismo modo, ni hemos tenido la misma
razón, Heráclito opinaba que tiene que haber una especie de
«razón universal» que dirige todo lo que sucede en la naturaleza.
Esta «razón universal» –o «ley natural»- es algo común para
todos y por la cual todos tienen que guiarse. Y, sin embargo, la
mayoría vive según su propia razón, decía Heráclito. No tenía, en
general, muy buena opinión de su prójimo. «Las opiniones de la
mayor parte de la gente pueden compararse con los juegos
infantiles», decía.
En medio de todos esos cambios y contradicciones en la
naturaleza, Heráclito veía, pues, una unidad o un todo. Este
«algo», que era la base de todo, él lo llamaba «Dios» o «logos».
Cuatro elementos
En cierto modo, las ideas de Parménides y Heráclito eran
totalmente contrarias. La razón de Parménides le decía que nada
puede cambiar. Pero los sentidos de Heráclito decían, con la
misma convicción, que en la naturaleza suceden constantemente
cambios. ¿Quién de ellos tenía razón? ¿Debemos fiarnos de la
razón o de los sentidos?
Tanto Parménides como Heráclito dicen dos cosas.
Parménides dice:
a) que nada puede cambiar y
b) que las sensaciones, por lo tanto, no son de fiar.
Por el contrario, Heráclito dice:
a) que todo cambia (todo fluye) y
b) que las sensaciones son de fiar
¡Difícilmente dos filósofos pueden llegar a estar en mayor
desacuerdo! ¿Pero cuál de ellos tenía razón? Empédocles (494-
434 a. de C.) de Sicilia sería el que lograra salir de los enredos en
los que se había metido la filosofía. Opinaba que, tanto
Parménides como Heráclito, tenían razón en una de sus
afirmaciones, pero que los dos se equivocaban en una cosa.
Empédocles pensaba que el gran desacuerdo se debía a que los
filósofos habían dado por sentado(error esencial en Parménides)
que había un solo elemento. De ser así, la diferencia entre lo que
dice la razón y lo que «vemos con nuestros propios ojos» seria
insuperable.
Es evidente que el agua no puede convertirse en un pez o en una
mariposa. El agua no puede cambiar. El agua pura sigue siendo
agua pura para siempre. De modo que Parménides tenía razón en
decir que «nada cambia».
Al mismo tiempo, Empédocles le daba la razón a Heráclito en que
debemos fiarnos de lo que nos dicen nuestros sentidos.
Debemos creer lo que vemos, y vemos, precisamente, cambios
constantes en la naturaleza.
Empédocles llegó a la conclusión de que lo que había que
rechazar era la idea de que hay un solo elemento. Ni el agua ni el
aire son capaces, por sí solos, de convertirse en un rosal o en
una mariposa, razón por la cual resulta imposible que la
naturaleza sólo tenga un elemento.
Empédocles pensaba que la naturaleza tiene en total cuatro
elementos o «raíces», como él los llama. Llamó a esas cuatro
raíces tierra, aire, fuego y agua.
Todos los cambios de la naturaleza se deben a que estos cuatro
elementos se mezclan y se vuelven a separar, pues todo está
compuesto de tierra, aire, fuego y agua, pero en distintas
proporciones de mezcla. Cuando muere una flor o un animal, los
cuatro elementos vuelven a separarse. Éste es un cambio que
podemos observar con los ojos. Pero la tierra y el aire, el fuego y
el agua quedan completamente inalterados o intactos con todos
esos cambios en los que participan. Es decir, que no es cierto que
«todo» cambia (en contra de Heráclito). En realidad, no hay nada
que cambie, lo que ocurre es, simplemente, que cuatro elementos
diferentes se mezclan y se separan, para luego volver a
mezclarse.
Podríamos compararlo con un pintor artístico: si tiene sólo un
color –por ejemplo el rojo- no puede pintar árboles verdes. Pero
si tiene amarillo, rojo, azul y negro, puede obtener hasta cientos
de colores, mezclándolos en distintas proporciones.
Un ejemplo de cocina demuestra lo mismo. Si sólo tuviera harina,
tendría que ser un mago para poder hacer un bizcocho. Pero si
tengo huevos y harina, leche y azúcar, entonces puedo hacer un
montón de tartas y bizcochos diferentes, con esas cuatro
materias primas.
No fue por casualidad el que Empédocles pensara que las
«raíces» de la naturaleza tuvieran que ser precisamente tierra,
aire, fuego y agua. Antes que él, otros filósofos habían intentado
mostrar por qué el elemento básico tendría que ser agua, aire o
fuego. Tales y Anaxímenes ya habían señalado el agua y el aire
como elementos importantes de la naturaleza. Los griegos
también pensaban que el fuego era muy importante. Observaban,
por ejemplo, la importancia del sol para todo lo vivo de la
naturaleza, y, evidentemente, conocían el calor del cuerpo
humano y animal.
Quizás Empédocles vio cómo ardía un trozo de madera; lo que
sucede entonces, es que algo se disuelve. Oímos cómo la madera
cruje y gorgotea. Es el agua. Algo se convierte en humo. Es el
aire. Vemos ese aire. Algo queda cuando el fuego se apaga. Es la
ceniza, o la tierra.
Empédocles señala, como hemos visto, que los cambios en la
naturaleza se deben a que las cuatro El mundo de Sofía
Jostein Gaarder
Índice
El jardín del Edén
El sombrero de copa
¿Qué es la filosofía?
Un ser extraño
Los mitos
La visión mítica del mundo
Los filósofos de la naturaleza
El proyecto de los filósofos
Los filósofos de la naturaleza
Tres filósofos de Mileto
Nada puede surgir de la nada
Todo fluye
Cuatro elementos
Algo de todo en todo
Demócrito
La teoría atómica
El destino
El destino
Ciencia de la historia y ciencia de la medicina
Sócrates
La filosofía en Atenas
El hombre en el centro
¿Quien era Sócrates?
El arte de conversar
Una voz divina
Un comodín en Atenas
Un conocimiento correcto conduce a acciones correctas
Atenas
Platón
La Academia de Platón
Lo eternamente verdadero, lo eternamente hermoso y lo eternamente bueno
El mundo de las ideas
El conocimiento seguro
Un alma inmortal
El camino que sube de la oscuridad de la caverna
El Estado filosófico
La Cabaña del Mayor
Aristóteles
Filósofo y científico
No hay ideas innatas
Las formas son las cualidades de las cosas
La causa final
Lógica
La escala de la naturaleza
Ética
Política
La mujer
El helenismo
El helenismo
Religión, filosofía y ciencia
Los cínicos
Los estoicos
Los epicúreos
El neoplatonismo
Misticismo
Las postales
Dos civilizaciones
Indoeuropeos
Los semitas
Israel
Jesús
Pablo
Credo
Post scriptum
La Edad Media
El Renacimiento
La época barroca
Descartes
Spinoza
Locke
Hume
Berkeley
Bjerkely
La Ilustración
Kant
El Romanticismo
Hegel
Kierkegaard
Marx
Darwin
Freud
Nuestra época
La fiesta en el jardín
Contrapunto
La gran explosión
El que no sabe llevar su contabilidad
por espacio de tres mil años
se queda como un ignorante en la oscuridad
y sólo vive al día
Goethe
El jardín del Edén
.... al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de
donde no había nada de nada...
Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera
parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían
hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era
como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba muy segura de
estar de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una
máquina.
Se habían despedido junto al hipermercado Sofía vivía al final de
una gran urbanización de chalets, y su camino al instituto, era casi
el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se encontrara en el
fin del mundo, pues más allá de jardín no había ninguna casa más.
Allí comenzaba el espeso bosque.
Giró para meterse por el Camino del Trébol. Al final hacía una
brusca curva que solían llamar Curva del Capitán. Aquí sólo había
gente los sábados y los domingos.
Era uno de los primeros días de mayo. En algunos jardines se veían
tupidas coronas de narcisos bajo los árboles frutales. Los abedules
tenían ya una fina capa de encaje verde.
¡Era curioso ver cómo todo empezaba a crecer y brotar en esta
época del año! ¿Cuál era la causa de que kilos y kilos de esa
materia vegetal verde saliera a chorros de la tierra inanimada en
cuanto las temperaturas subían y desaparecían los últimos restos de
nieve?
Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un
montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes
para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón
sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para
hacer los deberes.
A su padre le llegaba únicamente alguna que otra carta del banco,
pero no era un padre normal y corriente. El padre de Sofía era
capitán de un gran petrolero y estaba ausente gran parte del año.
Cuando pasaba en casa unas semanas seguidas, se paseaba por ella
haciendo la casa mas acogedora para Sofía y su madre. Por otra
parte, cuando estaba navegando resultaba a menudo muy distante.
Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.
«Sofía Amundsen», ponía en el pequeño sobre. «Camino del
Trébol 3. Eso era todo, no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía
sello.
En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre.
Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre
que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?
No ponía nada más. No traía ni saludos ni remitente, sólo esas dos
palabras escritas a mano con grandes interrogaciones.
Volvió a mirar el sobre. Pues sí, la carta era para ella. ¿Pero quién
la había dejado en el buzón?
Sofía se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta de la casa pintada
de rojo. Como de costumbre, al gato Sherekan le dio tiempo a salir
de entre los arbustos, dar un salto hasta la escalera y meterse por la
puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.
–¡Misi, misi, misi!
Cuando la madre de Sofía estaba de mal humor por alguna razón,
decía a veces que su hogar era como una casa de fieras, en otras
palabras, una colección de animales de distintas clases. Y por
cierto, Sofía estaba muy contenta con la suya. Primero le habían
regalado una pecera con los peces dorados Flequillo de Oro,
Caperucita Roja y Pedro el Negro. Luego tuvo los periquitos Cada
y Pizca, la tortuga Govinda y finalmente el gato atigrado Sherekan.
Había recibido todos estos animales como una especie de
compensación por parte de su madre, que volvía tarde del trabajo,
y de su padre, que tanto navegaba por el mundo.
Sofía se quitó la mochila y puso un plato con comida para
Sherekan. Luego se dejó caer sobre una banqueta de la cocina con
la misteriosa carta en la mano.
¿Quién eres?
En realidad no lo sabía. Era Sofía Amundsen, naturalmente, pero
¿quién era eso? Aún no lo había averiguado del todo.
¿Y si se hubiera llamado algo completamente distinto? Anne
Knutsen, por ejemplo. ¿En ese caso, habría sido otra?
De pronto se acordó de que su padre había querido que se llamara
Synnove. Sofía intentaba imaginarse que extendía la mano
presentándose como Synnove Amundsen, pero no, no servía. Todo
el tiempo era otra chica la que se presentaba.
Se puso de pie de un salto y entró en el cuarto de baño con la
extraña carta en la mano. Se coloco delante del espejo, y se miró
fijamente a sí misma.
–Soy Sofía Amundsen –dijo.
La chica del espejo no contestó ni con el más leve gesto. Hiciera lo
que hiciera Sofía, la otra hacia exactamente lo mismo. Sofía
intentaba anticiparse al espejo con un rapidísimo movimiento, pero
la otra era igual de rápida.
–¿Quién eres? –preguntó.
No obtuvo respuesta tampoco ahora, pero durante un breve instante
llegó a dudar de si era ella o la del espejo la que había hecho la
pregunta.
Sofía apretó el dedo índice contra la nariz del espejo y dijo:
–Tú eres yo:
Al no recibir ninguna respuesta, dio la vuelta a la pregunta y dijo:
–Yo soy tu.
Sofía Amundsen no había estado nunca muy contenta con su
aspecto. Le decían a menudo que tenía bonitos ojos almendrados,
pero seguramente se lo dirían porque su nariz era demasiado
pequeña y la boca un poco grande. Además, tenía las orejas
demasiado cerca de los ojos. Lo peor de todo era ese pelo liso que
resultaba imposible de arreglar. A veces su padre le acariciaba el
pelo llamándola la muchacha de los cabellos de lino», como la
pieza de música de Claude Debussy. Era fácil para él, que no
estaba condenado a tener ese pelo negro colgando durante toda su
vida. En el pelo de Sofía no servían ni el gel ni el spray.
A veces pensaba que le había tocado un aspecto tan extraño que se
preguntaba si no estaría mal hecha. Por lo menos había oído hablar
a su madre de un parto difícil. ¿Era realmente el parto lo que
decidía el aspecto que uno iba a tener?
¿No resultaba extraño el no saber quien era? ¿No era también
injusto no haber podido decidir su propio aspecto? Simplemente
había surgido así como así. A lo mejor podría elegir a sus amigos,
pero no se había elegido a sí misma. Ni siquiera había elegido ser
un ser humano.
¿Qué era un ser humano?
Sofía volvió a mirar a la chica del espejo.
–Creo que me subo para hacer los deberes de naturales –dijo, como
si quisiera disculparse. Un instante después, se encontraba en la
entrada.
No, prefiero salir al jardín, pensó.
–¡Misi, misi, misi, misi!
Sofía cogió al gato, lo sacó fuera y cerró la puerta tras ella.
Cuando se encontró en el caminito de gravilla con la misteriosa
carta en la mano, tuvo de repente una extraña sensación. Era como
si fuese una muñeca que por arte de magia hubiera cobrado vida.
¿No era extraño estar en el mundo en este momento, poder caminar
como por un maravilloso cuento?
Sherekan saltó ágilmente por la gravilla y se metió entre unos
tupidos arbustos de grosellas. Un gato vivo, desde los bigotes
blancos hasta el rabo juguetón en el extremo de su cuerpo liso.
También él estaba en el jardín, pero seguramente no era consciente
de ello de la misma manera que Sofía.
Conforme Sofía iba pensando en que existía, también le daba por
pensar en el hecho de que no se quedaría aquí eternamente.
Estoy en el mundo ahora, pensó. Pero un día habré desaparecido
del todo.
¿Habría alguna vida mas allá de la muerte? El gato ignoraría
también esa cuestión por completo?
La abuela de Sofía había muerto hacía poco. Casi a diario durante
medio año había pensado cuánto la echaba de menos. ¿No era
injusto que la vida tuviera que acabarse alguna vez?
En el camino de gravilla Sofía se quedó pensando. Intentó pensar
intensamente en que existía para de esa forma olvidarse de que no
se quedaría aquí para siempre. Pero resultó imposible. En cuanto se
concentraba en el hecho de que existía, inmediatamente surgía la
idea del fin de la vida. Lo mismo pasaba a la inversa: cuando había
conseguido tener una fuerte sensación de que un día desaparecería
del todo, entendía realmente lo enormemente valiosa que es la
vida. Era como la cara y la cruz de una moneda, una moneda a la
que daba vueltas constantemente. Cuanto más grande y nítida se
veía una de las caras, mayor y más nítida se veía también la otra.
La vida y la muerte eran como dos caras del mismo asunto.
No se puede tener la sensación de existir sin tener también la
sensación de tener que morir, pensó. De la misma manera, resulta
igualmente imposible pensar que uno va a morir, sin pensar al
mismo tiempo en lo fantástico que es vivir.
Sofía se acordó de que su abuela había dicho algo parecido el día
en que el médico le había dicho que estaba enferma. Hasta ahora
no he entendido lo valiosa que es la vida», había dicho.
¿No era triste que la mayoría de la gente tuviera que ponerse
enferma para darse cuenta de lo agradable que es vivir?
¿Necesitarían acaso una carta misteriosa en el buzón?
Quizás debiera mirar si había algo más en el buzón. Sofía corrió
hacia la verja y levantó la tapa verde. Se sobresaltó al descubrir un
sobre idéntico al primero. ¿Se había asegurado de mirar si el buzón
se había quedado vacío del todo la primera vez?
También en este sobre ponía su nombre. Abrió el sobre y sacó una
nota igual que la primera.
¿De dónde viene el mundo?, ponía.
No tengo la más remota idea, pensó Sofía. Nadie sabe esas cosas,
supongo. Y sin embargo, Sofía pensó que era una pregunta
justificada. Por primera vez en su vida pensó que casi no tenía
justificación vivir en un mundo sin preguntarse siquiera de dónde
venía ese mundo.
Las cartas misteriosas la habían dejado tan aturdida que decidió ir a
sentarse al Callejón.
El Callejón era el escondite secreto de Sofía. Solo iba allí cuando
estaba muy enfadada, muy triste o muy contenta. Ese día sólo
estaba confundida.
La casa roja estaba dentro de un gran jardín. Y en el jardín había
muchas partes, arbustos de bayas, diferentes frutales, un gran
césped con mecedora e incluso un pequeño cenador que el abuelo
le había construido a la abuela cuando perdió a su primer hijo, a las
pocas semanas de nacer. La pobre pequeña se llamaba Marie. En la
lápida ponía: «La pequeña Marie llegó, nos saludó y se dio la
vuelta.
En un rincón del jardín, detrás de todos los frambuesos, había una
maleza tupida donde no crecían ni flores ni frutales. En realidad,
era un viejo seto que servía de frontera con el gran bosque, pero
nadie lo había cuidado en los últimos veinte años, y se había
convertido en una maleza impenetrable. La abuela había contado
que el seto había dificultado el paso a las zorras que durante la
guerra venían a la caza de las gallinas que andaban sueltas por el
jardín.
Para todos menos para Sofía, el viejo seto resultaba tan inútil como
las jaulas de conejos dentro del jardín. Pero eso era porque no
conocían el secreto de Sofía.
Desde que Sofía podía recordar, había conocido la existencia del
seto. Al atravesarlo encogida, llegaba a un espacio grande y abierto
entre los arbustos. Era como una pequeña cabaña. Podía estar
segura de que nadie la encontraría allí.
Sofía se fue corriendo por el jardín con las dos cartas en la mano.
Se tumbó para meterse por el seto. El Callejón era tan grande que
casi podía estar de pie, pero ahora se sentó sobre unas gruesas
raíces. Desde allí podía mirar hacia fuera a través de un par de
minúsculos agujeros entre las ramas y las hojas. Aunque ninguno
de los agujeros era mayor que una moneda de cinco coronas, tenía
una especie de vista panorámica de todo el jardín. De pequeña, le
gustaba observar a sus padres cuando andaban buscándola entre los
árboles.
A Sofía el jardín siempre le había parecido un mundo en sí. Cada
vez que oía hablar del jardín del Edén en el Génesis, se imaginaba
sentada en su Callejón contemplando su propio paraíso.
«¿De dónde viene el mundo?»
Pues no lo sabía. Sofía sabía que la Tierra no era sino un pequeño
planeta en el inmenso universo. ¿Pero de dónde venía el universo?
Podría ser, naturalmente, que el universo hubiera existido siempre;
en ese caso, no sería preciso buscar una respuesta sobre su
procedencia. ¿Pero podía existir algo desde siempre? Había algo
dentro de ella que protestaba contra eso. Todo lo que es, tiene que
haber tenido un principio, ¿no? De modo que el universo tuvo que
haber nacido en algún momento de algo distinto.
Pero si el universo hubiera nacido de repente de otra cosa, entonces
esa otra cosa tendría a su vez que haber nacido de otra cosa. Sofía
entendió que simplemente había aplazado el problema. Al fin y al
cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde no había
nada de nada. ¿Pero era eso posible? ¿No resultaba eso tan
imposible como pensar que el mundo había existido siempre?
En el colegio aprendían que Dios había creado el mundo, y ahora
Sofía intentó aceptar esa solución al problema como la mejor. Pero
volvió a pensar en lo mismo. Podía aceptar que Dios había creado
el universo, pero y el propio Dios, ¿qué? ¿Se creó él a sí mismo
partiendo de la nada? De nuevo había algo dentro de ella que se
rebelaba. Aunque Dios seguramente pudo haber creado esto y
aquello, no habría sabido crearse a si mismo sin tener antes un sí
mismo» con lo que crear. En ese caso, sólo quedaba una
posibilidad: Dios había existido siempre. ¡Pero si ella ya había
rechazado esa posibilidad! Todo lo que existe tiene que haber
tenido un principio.
–¡Caray!
Vuelve a abrir los dos sobres.
¿Quién eres?
¿De dónde viene el mundo?»
¡Qué preguntas tan maliciosas! ¿Y de dónde venían las dos cartas?
Eso era casi igual de misterioso
¿Quién había arrancado a Sofía de lo cotidiano para de repente
ponerla ante los grandes enigmas del universo?
Por tercera vez Sofía se fue al buzón.
El cartero acababa de dejar el correo del día. Sofía recogió un
grueso montón de publicidad, periódicos y un par de cartas para su
madre. También había una postal con la foto de una playa del sur.
Dio la vuelta a la postal. Tenía sellos noruegos y un sello en el que
ponía Batallón de las Naciones Unidas». ¿Sería de su padre? ¿Pero
no estaba en otro sitio? Además, no era su letra.
Sofía notó que se le aceleraba el pulso al leer el nombre del
destinatario: Hilde Moller Knag c/o Sofía Amundsen, Camino del
Trébol 3...”. La dirección era la correcta. La postal decía:
Querida Hilde: Te felicito de todo corazón por tu decimoquinto
cumpleaños. Cómo puedes ver, quiero hacerte un regalo con el que
podrás crecer. Perdóname por enviar la postal a Sofía. Resulta
más fácil así.
Con todo cariño, papá.
Sofía volvió corriendo a la cocina. Sentía como un huracán dentro
de ella.
¿Quién era esa Hilde que cumplía quince años poco más de un mes
antes del día en que también ella cumplía quince años?
Sofía cogió la guía telefónica de la entrada. Había muchos Møller
Knag.
Volvió a estudiar la misteriosa postal. Sí, era autentica, con sello y
matasellos.
¿Porqué un padre iba a enviar una felicitación a la dirección de
Sofía cuando estaba clarísimo que iba destinada a otra persona?
¿Qué padre privaría a su hija de la ilusión de recibir una tarjeta de
cumpleaños enviándola a otras señas? ¿Por qué resultaba «más
fácil así»! Y ante todo: ¿cómo encontraría a Hilde?
De esta manera Sofía tuvo otro problema más en que meditar.
Intentó ordenar sus pensamientos de nuevo:
Esa tarde, en el transcurso de un par de horas, se había encontrado
con tres enigmas. Uno era quién había metido los dos sobres
blancos en su buzón. El segundo era aquellas difíciles preguntas
que presentaban esas cartas. El tercer enigma era quien era Hilde
Møller Knag y por qué Sofía había recibido una felicitación de
cumpleaños para aquella chica desconocida. (15)
Estaba segura de que los tres enigmas estaban, de alguna manera,
relacionados entre si, porque justo hasta ese día había tenido una
vida completamente normal.
El sombrero de copa
... lo único que necesitamos para convertirnos en buenos
filósofos es la capacidad de asombro...
Sofía dio por sentado que la persona que había escrito las cartas
anónimas volvería a ponerse en contacto con ella. Mientras tanto,
optó por no decir nada a nadie sobre este asunto.
En el instituto le resultaba difícil concentrarse en lo que decía el
profesor; le parecía que sólo hablaba de cosas sin importancia.
¿Porqué no hablaba de lo que es el ser humano, o de lo que es el
mundo y de cual fue su origen?
Tuvo una sensación que jamás había tenido antes: en el instituto y
en todas partes la gente se interesaba solo por cosas más o menos
fortuitas. Pero también había algunas cuestiones grandes y difíciles
cuyo estudio era mucho mas importante que las asignaturas
corrientes del colegio.
¿Conocía alguien las respuestas a preguntas de ese tipo? A Sofía, al
menos, le parecía mas importante pensar en ellas que estudiarse de
memoria los verbos irregulares.
Cuando sonó la campana al terminar la ultima clase, salió tan
deprisa del patio que Jorunn tuvo que correr para alcanzarla.
Al cabo de un rato Jorunn dijo:
–¿Vamos a jugar a las cartas esta tarde?
Sofía se encogió de hombros.
–Creo que ya no me interesa mucho jugar a las cartas.
Jorunn puso una cara como si se hubiese caído la luna.
–¿Ah, no? ¿Quieres que juguemos al badmington?
Sofía mira fijamente al asfalto y luego a su amiga.
–Creo que tampoco me interesa mucho el badmington.
–¡Pues vale!
Sofía detectó una sombra de amargura en la voz de Jorunn.
–¿Me podrías decir entonces qué es lo que tan de repente es mucho
más importante?
Sofía negó con la cabeza.
–Es... es un secreto.
–¡Bah! ¡Seguro que te has enamorado!
Anduvieron un buen rato sin decir nada. Cuando llegaron al campo
de fútbol, Jorunn dijo:
–Cruzo por el campo.
«Por el campo.»Ese era el camino más rápido para Jorunn, el que
tomaba sólo cuando tenía que irse rápidamente a casa para llegar a
alguna reunión o al dentista.
Sofía se sentía triste por haber herido a su amiga. ¿Pero qué podría
haberle contestado? ¿Qué de repente le interesaba tanto quién era y
de donde surge el mundo que no tenía tiempo de jugar al
badmington? ¿Lo habría entendido su amiga?
¿Por qué tenía que ser tan difícil interesarse por las cuestiones más
importantes y, de alguna manera, más corrientes de todas?
Al abrir el buzón notó que el corazón le latía más deprisa. Al
principio, solo encontró una carta del banco v unos grandes sobres
amarillos para su madre. ¡Qué pena! Sofía había esperado ansiosa
una nueva carta del remitente desconocido.
Al cerrar la puerta de la verja, descubrió su nombre en uno de los
sobres grandes. Al dorso, por donde se abría, ponía:Curso de
filosofía. Trátese con mucho cuidado .
Sofía corrió por el camino de gravilla y dejó su mochila en la
escalera. Metió las demás cartas bajo el felpudo, salió corriendo al
jardín y buscó refugio en el Callejón. Ahí tenía que abrir el sobre
grande.
Sherekan vino corriendo detrás, pero no importaba. Sofía estaba
segura de que el gato no se chivaría.
En el sobre había tres hojas grandes escritas a maquina y unidas
con un clip. Sofía empezó a leer.
¿Qué es la filosofía?
Querida Sofía. Muchas personas tienen distintos hobbies. Unas
coleccionan monedas antiguas o sellos, a otras les gustan las
labores, y otras emplean la mayor parte de su tiempo libre en la
práctica de algún deporte.
A muchas les gusta también la lectura. Pero lo que leemos es
muy variado. Unos leen sólo periódicos o cómics, a algunos les
gustan las novelas, y otros prefieren libros sobre distintos
temas, tales como la astronomía, la fauna o los inventos
tecnológicos.
Aunque a mí me interesen los caballos o las piedras preciosas,
no puedo exigir que todos los demás tengan los mismos
intereses que yo. Si sigo con gran interés todas las emisiones
deportivas en la televisión, tengo que tolerar que otros opinen
que el deporte es aburrido
¿Hay, no obstante, algo que debería interesar a todo el mundo?
¿Existe algo que concierna a todos los seres humanos,
independientemente de quiénes sean o de en qué parte del
mundo vivan? Sí, querida Sofía, hay algunas cuestiones que
deberían interesar a todo el mundo. Sobre esas cuestiones trata
este curso.
¿Qué es lo más importante en la vida? Si preguntamos a una
persona que se encuentra en el límite del hambre, la respuesta
será comida. Si dirigimos la misma pregunta a alguien que tiene
frío, la respuesta será calor. Y si preguntamos a una persona que
se siente sola, la respuesta seguramente será estar con otras
personas.
Pero con todas esas necesidades cubiertas, ¿hay todavía algo que
todo el mundo necesite? Los filósofos opinan que sí. Opinan que
el ser humano no vive sólo de pan. Es evidente que todo el
mundo necesita comer. Todo el mundo necesita también amor y
cuidados. Pero aún hay algo más que todo el mundo necesita.
Necesitamos encontrar una respuesta a quién somos y por qué
vivimos.
Interesarse por el por qué vivimos no es, por lo tanto, un interés
tan fortuito o tan casual como, por ejemplo, coleccionar sellos.
Quien se interesa por cuestiones de ese tipo está preocupado
por algo que ha interesado a los seres humanos desde que viven
en este planeta. El cómo ha nacido el universo, el planeta y la
vida aquí, son preguntas más grandes y más importantes que
quién ganó más medallas de oro en los últimos juegos olímpicos
de invierno.
La mejor manera de aproximarse a la filosofía es plantear
algunas preguntas filosóficas:
¿Cómo se creó el mundo? ¿Existe alguna voluntad o intención
detrás de lo que sucede? ¿Hay otra vida después de la muerte?
¿Cómo podemos solucionar problemas de ese tipo? Y, ante todo:
¿cómo debemos vivir?
En todas las épocas, los seres humanos se han hecho preguntas
de este tipo. No se conoce ninguna cultura que no se haya
preocupado por saber quiénes son los seres humanos y de
dónde procede el mundo.
En realidad, no son tantas las preguntas filosóficas que podemos
hacernos. Ya hemos formulado algunas de las más importantes.
No obstante, la historia nos muestra muchas respuestas
diferentes a cada una de las preguntas que nos hemos hecho.
Vemos, pues, que resulta más fácil hacerse preguntas filosóficas
que contestarlas.
También hoy en día cada uno tiene que buscar sus propias
respuestas a esas mismas preguntas. No se puede consultar una
enciclopedia para ver si existe Dios o si hay otra vida después de
la muerte. La enciclopedia tampoco nos proporciona una
respuesta a cómo debemos vivir. No obstante, a la hora de
formar nuestra propia opinión sobre la vida, puede resultar de
gran ayuda leer lo que otros han pensado.
La búsqueda de la verdad que emprenden los filósofos podría
compararse, quizás, con una historia policíaca. Unos opinan que
Andersen es el asesino, otros creen que es Nielsen o Jepsen.
Cuando se trata de un verdadero misterio policíaco, puede que la
policía llegue a descubrirlo algún día. Por otra parte, también
puede ocurrir que nunca lleguen a desvelar el misterio. No
obstante, el misterio sí tiene una solución.
Aunque una pregunta resulte difícil de contestar puede, sin
embargo, pensarse que tiene una, y sólo una respuesta correcta.
O existe una especie de vida después de la muerte, o no existe.
A través de los tiempos, la ciencia ha solucionado muchos
antiguos enigmas. Hace mucho era un gran misterio saber cómo
era la otra cara de la luna. Cuestiones como ésas eran
difícilmente discutibles; la respuesta dependía de la imaginación
de cada uno. Pero, hoy en día, sabemos con exactitud cómo es la
otra cara de la luna. Ya no se puede «creer que hay un hombre en
la luna, o que la luna es un queso.
Uno de los viejos filósofos griegos que vivió hace más de dos mil
años pensaba que la filosofía surgió debido al asombro de los
seres humanos. Al ser humano le parece tan extraño existir que
las preguntas filosóficas surgen por sí solas, opinaba él.
Es como cuando contemplamos juegos de magia: no entendemos
cómo puede haber ocurrido lo que hemos visto. Y entonces nos
preguntamos justamente eso: ¿cómo ha podido convertir el
prestidigitador un par de pañuelos de seda blanca en un conejo
vivo?
A muchas personas, el mundo les resulta tan inconcebible como
cuando el prestidigitador saca un conejo de ese sombrero de
copa que hace un momento estaba completamente vacío.
En cuanto al conejo, entendemos que el prestidigitador tiene que
habernos engañado. Lo que nos gustaría desvelar es cómo ha
conseguido engañarnos. Tratándose del mundo, todo es un poco
diferente. Sabemos que el mundo no es trampa ni engaño, pues
nosotros mismos andamos por la Tierra formando una parte del
mismo. En realidad, nosotros somos el conejo blanco que se saca
del sombrero de copa. La diferencia entre nosotros y el conejo
blanco es simplemente que el conejo no tiene sensación de
participar en un juego de magia. Nosotros somos distintos.
Pensamos que participamos en algo misterioso y nos gustaría
desvelar ese misterio.
P. D. En cuanto al conejo blanco, quizás convenga compararlo con
el universo entero. Los que vivimos aquí somos unos bichos
minúsculos que vivimos muy dentro de la piel del conejo. Pero
los filósofos intentan subirse por encima de uno de esos fines
pelillos para mirar a los ojos al gran prestidigitador.
¿Me sigues, Sofía? Continúa.
Sofía estaba agotada. ¿Si le seguía? No recordaba haber respirado
durante toda la lectura.
¿Quién había traído la carta? ¿Quién, quién?
No podía ser la misma persona que había enviado la postal a Hilde
Møller Knag, pues la postal llevaba sello y matasellos. El sobre
amarillo había sido metido directamente en el buzón, igual que los
dos sobres blancos.
Sofía miró el reloj. Sólo eran las tres menos cuarto. Faltaban casi
dos horas para que su madre volviera del trabajo.
Sofía salió de nuevo al jardín y se fue corriendo hacia el buzón. ¿Y
si había algo más?
Encontró otro sobre amarillo con su nombre. Miró a su alrededor,
pero no vio a nadie. Se fue corriendo hacia donde empezaba el
bosque y miró fijamente al sendero.
Tampoco ahí se veía un alma.
De repente, le pareció oír el crujido de alguna rama en el interior
del bosque. No estaba totalmente segura, sería imposible, de todos
modos, correr detrás si alguien intentaba escapar.
Sofía se metió en casa de nuevo y dejó la mochila y el correo para
su madre. Subió deprisa a su habitación, sacó la caja grande donde
guardaba las piedras bonitas, las echó al suelo y metió los dos
sobres grandes en la caja. Luego volvió al jardín con la caja en los
brazos. Antes de irse, sacó comida para Sherekan.
De vuelta en el Callejón, abrió el sobre y sacó varias nuevas hojas
escritas a maquina. Empezó a leer.
Un ser extraño
Aquí estoy de nuevo. Como ves, este curso de filosofía llegará en
pequeñas dosis. He aquí unos comentarios más de introducción.
¿Dije ya que lo único que necesitamos para ser buenos filósofos
es la capacidad de asombro? Si no lo dije, lo digo ahora: LO
ÚNICO QUE NECESITAMOS PARA SER BUENOS FILÓSOFOS ES LA
CAPACIDAD DE ASOMBRO.
Todos los niños pequeños tienen esa capacidad. No faltaría más.
Tras unos cuantos meses, salen a una realidad totalmente nueva.
Pero conforme van creciendo, esa capacidad de asombro parece
ir disminuyendo. ¿A qué se debe? ¿Conoce Sofía Amundsen la
respuesta a esta pregunta?
Veamos: si un recién nacido pudiera hablar, seguramente diría
algo de ese extraño mundo al que ha llegado. Porque, aunque el
niño no sabe hablar, vemos cómo señala las cosas de su
alrededor y cómo intenta agarrar con curiosidad las cosas de la
habitación.
Cuando empieza a hablar, el niño se para y grita «guau, guau»
cada vez que ve un perro. Vemos cómo da saltos en su cochecito,
agitando los brazos y gritando «guau, guau, guau, guau». Los que
ya tenemos algunos años a lo mejor nos sentimos un poco
agobiados por el entusiasmo del niño. «Sí, sí, es un guau, guau»,
decimos, muy conocedores del mundo, «tienes que estarte
quietecito en el coche». No sentimos el mismo entusiasmo.
Hemos visto perros antes.
Quizás se repita este episodio de gran entusiasmo unas
doscientas veces, antes de que el niño pueda ver pasar un perro
sin perder los estribos. O un elefante o un hipopótamo. Pero
antes de que el niño haya aprendido a hablar bien, y mucho antes
de que aprenda a pensar filosóficamente, el mundo se ha
convertido para él en algo habitual.
¡Una pena, digo yo!
Lo que a mí me preocupa es que tú seas de los que toman el
mundo como algo asentado, querida Sofía. Para asegurarnos,
vamos a hacer un par de experimentos mentales, antes de iniciar
el curso de filosofía propiamente.
Imagínate que un día estás de paseo por el bosque. De pronto
descubres una pequeña nave espacial en el sendero delante de ti.
De la nave espacial sale un pequeño marciano que se queda
parado, mirándote fríamente.
¿Qué habrías pensado tú en un caso así? Bueno, eso no importa,
¿pero se te ha ocurrido alguna vez pensar que tu misma eres una
marciana?
Es cierto que no es muy probable que te vayas a topar con un ser
de otro planeta. Ni siquiera sabemos si hay vida en otros
planetas. Pero puede ocurrir que te topes contigo misma. Puede
que de pronto un día te detengas, y te veas de una manera
completamente nueva. Quizás ocurra precisamente durante un
paseo por el bosque.
Soy un ser extraño, pensarás. Soy un animal misterioso.
Es como si te despertaras de un larguísimo sueño, como la Bella
Durmiente. ¿Quién soy?, te preguntarás. Sabes que gateas por un
planeta en el universo. ¿Pero qué es el universo?
Si llegas a descubrirte a ti misma de ese modo, habrás
descubierto algo igual de misterioso que aquel marciano que
mencionamos hace un momento. No sólo has visto un ser del
espacio, sino que sientes desde dentro que tú misma eres un ser
tan misterioso como aquél.
¿Me sigues todavía, Sofía? Hagamos otro experimento mental.
Una mañana, la madre, el padre y el pequeño Tomas, de dos o
tres años, están sentados en la cocina desayunando. La madre se
levanta de la mesa y va hacia la encimera, y entonces el padre
empieza, de repente, a flotar bajo el techo, mientras Tomás se le
queda mirando.
¿Qué crees que dice Tomás en ese momento? Quizás señale a su
papá y diga: «¡Papá está flotando!».
Tomás se sorprendería, naturalmente, pero se sorprende muy a
menudo. Papá hace tantas cosas curiosas que un pequeño vuelo
por encima de la mesa del desayuno no cambia mucho las cosas
para Tomás. Su papá se afeita cada día con una extraña
maquinilla, otras veces trepa hasta el tejado para girar la antena
de la tele, o mete la cabeza en el motor de un coche y la saca
negra.
Ahora le toca a mamá. Ha oído lo que acaba de decir Tomás y se
vuelve decididamente. ¿Cómo reaccionará ella ante el
espectáculo del padre volando libremente por encima de la mesa
de la cocina?
Se le cae instantáneamente el frasco de mermelada al suelo y
grita de espanto. Puede que necesite tratamiento médico cuando
papá haya descendido nuevamente a su silla. (¡Debería saber que
hay que estar sentado cuando se desayuna!)
¿Por qué crees que son tan distintas las reacciones de Tomás y
las de su madre? Tiene que ver con el hábito.
(¡Toma nota de esto!) La madre ha aprendido que los seres
humanos no saben volar. Tomás no lo ha aprendido. El sigue
dudando de lo que se puede y no se puede hacer en este mundo.
¿Pero y el propio mundo, Sofía? ¿Crees que este mundo puede
flotar? ¿También este mundo está volando libremente?
Lo triste es que no sólo nos habituamos a la ley de la gravedad
conforme vamos haciéndonos mayores. Al mismo tiempo, nos
habituamos al mundo tal y como es.
Es como si durante el crecimiento perdiéramos la capacidad de
dejarnos sorprender por el mundo. En ese caso, perdemos algo
esencial, algo que los filósofos intentan volver a despertar en
nosotros. Porque hay algo dentro de nosotros mismos que nos
dice que la vida en sí es un gran enigma.
Es algo que hemos sentido incluso mucho antes de aprender a
pensarlo.
Puntualizo: aunque las cuestiones filosóficas conciernen a todo
el mundo, no todo el mundo se convierte en filósofo. Por
diversas razones, la mayoría se aferra tanto a lo cotidiano que el
propio asombro por la vida queda relegado a un segundo plano.
(Se adentran en la piel del conejo, se acomodan y se quedan allí
para el resto de su vida.)
Para los niños, el mundo –y todo lo que hay en él- es algo nuevo,
algo que provoca su asombro. No es así para todos los adultos.
La mayor parte de los adultos ve el mundo como algo muy
normal.
Precisamente en este punto los filósofos constituyen una
honrosa excepción. Un filósofo jamás ha sabido habituarse del
todo al mundo. Para él o ella, el mundo sigue siendo algo
desmesurado, incluso algo enigmático y misterioso.
Por lo tanto, los filósofos y los niños pequeños tienen en común
esa importante capacidad. Se podría decir que un filósofo sigue
siendo tan susceptible como un niño pequeño durante toda la
vida.
De modo que puedes elegir, querida Sofía. ¿Eres una niña
pequeña que aún no ha llegado a ser la perfecta conocedora del
mundo? ¿O eres una filósofa que puede jurar que jamás lo
llegará a conocer?
Si simplemente niegas con la cabeza y no te reconoces ni en el
niño ni en el filósofo, es porque tú también te has habituado
tanto al mundo que te ha dejado de asombrar. En ese caso corres
peligro. Por esa razón recibes este curso de filosofía, es decir,
para asegurarnos. No quiero que tú justamente estés entre los
indolentes e indiferentes. Quiero que vivas una vida despierta.
Recibirás el curso totalmente gratis. Por eso no se te devolverá
ningún dinero si no lo terminas. No obstante, si quieres
interrumpirlo, tienes todo tu derecho a hacerlo. En ese caso,
tendrás que dejarme una señal en el buzón. Una rana viva estaría
bien. Tiene que ser algo verde también; de lo contrario, el cartero
se asustaría demasiado.
Un breve resumen: se puede sacar un conejo blanco de un
sombrero de copa vacío. Dado que se trata de un conejo muy
grande, este truco dura muchos miles de millones de años. En el
extremo de los finos pelillos de su piel nacen todas las criaturas
humanas. De esa manera son capaces de asombrarse por el
imposible arte de la magia. Pero conforme se van haciendo
mayores, se adentran cada vez más en la piel del conejo, y allí se
quedan. Están tan a gusto y tan cómodos que no se atreven a
volver a los finos pelillos de la piel. Solo los filósofos emprenden
ese peligroso viaje hacia los límites extremos del idioma y de la
existencia. Algunos de ellos se quedan en el camino, pero otros
se agarran fuertemente a los pelillos de la piel del conejo y
gritan a todos los seres sentados cómodamente muy dentro de la
suave piel del conejo, comiendo y bebiendo estupendamente:
–Damas y caballeros –dicen–. Flotamos en el vacío.
Pero esos seres de dentro de la piel no escuchan a los filósofos.
–¡Ah, qué pesados! –dicen.
Y continúan charlando como antes:
–Dame la mantequilla. ¿Cómo va la bolsa hoy? ¿A cómo están los
tomates? ¿Has oído que Lady Di espera otro hijo?
Cuando la madre de Sofía volvió a casa más tarde, Sofía se
encontraba en un estado de shock. La caja con las cartas del
misterioso filósofo se encontraban bien guardadas en el Callejón.
Sofía había intentado empezar a hacer sus deberes, por lo que se
quedó pensando y meditando sobre lo que había leído.
¡Había tantas cosas en las que nunca había pensado antes! Ya no
era una niña, pero tampoco era del todo adulta.
Sofía entendió que ya había empezado a adentrarse en la espesa
piel de ese conejo que se había sacado del negro sombrero de copa
del universo. Pero el filósofo la había detenido.
–El, –¿o sería ella?– la había agarrado fuertemente y la había
sacado hasta el pelillo de la piel donde había jugado cuando era
niña. Y ahí, en el extremo del pelillo, había vuelto a ver el mundo
como si lo viera por primera vez.
El filósofo la había rescatado; de eso no cabía duda. El
desconocido remitente de cartas la había salvado de la indiferencia
de la vida cotidiana.
Cuando su madre llegó a casa, sobre las cinco de la tarde, Sofía la
llevó al salón y la obligó a sentarse en un sillón.
–¿Mama, no te parece extraño vivir? –empezó.
La madre se quedó tan aturdida que no supo qué contestar. Sofía
solía estar haciendo los deberes cuando ella volvía del trabajo.
–Bueno –dijo–. A veces sí.
–¿A veces? Lo que quiero decir es si no te parece extraño que
exista un mundo.
–Pero, Sofía, no debes hablar así.
–¿Por qué no? ¿Entonces, acaso te parece el mundo algo
completamente normal?
–Pues claro que lo es. Por regla general, al menos.
Sofía entendió que el filósofo tenía razón. Para los adultos, el
mundo era algo asentado. Se habían metido de una vez por todas
en el sueño cotidiano de la Bella Durmiente.
–¡Bah! Simplemente estás tan habituada al mundo que te ha dejado
de asombrar –dijo.
–¿Qué dices?
–Digo que estás demasiado habituada al mundo. Completamente
atrofiada, vamos.
–Sofía, no te permito que me hables así.
–Entonces, lo diré de otra manera. Te has acomodado bien dentro
de la piel de ese conejo que acaba de ser sacado del negro
sombrero de copa del universo. Y ahora pondrás las patatas a
cocer, y luego leerás el periódico, y después de media hora de
siesta verás el telediario.
El rostro de la madre adquirió un aire de preocupación. Como
estaba previsto, se fue a la cocina a poner las patatas a hervir. Al
cabo de un rato, volvió a la sala de estar y ahora fue ella la que
empujó a Sofía hacia un sillón.
–Tengo que hablar contigo sobre un asunto –empezó a decir.
Por el tono de su voz, Sofía entendió que se trataba de algo serio.
–¿No te habrás metido en algo de drogas, hija mía?
Sofía se echó a reír, pero entendió por que esta pregunta había
surgido exactamente en esta situación.
–¡Estas loca! –dijo–. Las drogas te atrofian aún mas. Y no se dijo
nada más aquella tarde, ni sobre drogas, ni sobre el conejo blanco.
Los mitos
... un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y
del mal...
A la mañana siguiente, no había ninguna carta para Sofía en el
buzón. Pasó aburrida el largo día en el instituto, procurando ser
muy amable con Jorunn en los recreos. En el camino hacia casa,
comenzaron a hacer planes para una excursión con tienda de
campaña en cuanto se secara el bosque.
De nuevo se encontró delante del buzón. Primero abrió una carta
que llevaba un matasellos de México. Era una postal de su padre en
la que decía que tenía muchas ganas de ir a casa, y que había
ganado al Piloto jefe al ajedrez por primera vez. Y también que
casi había terminado los veinte kilos de libros que se había llevado
a bordo después de las vacaciones de invierno.
Y había, además, un sobre amarillo con el nombre de Sofía escrito.
Abrió la puerta de la casa y dejó dentro la cartera y el correo, antes
de irse corriendo al Callejón. Sacó nuevas hojas escritas a máquina
y comenzó a leer.
La visión mítica del mundo
¡Hola, Sofía! Tenemos mucho que hacer, de modo que empecemos
ya.
Por filosofía entendemos una manera de pensar totalmente
nueva que surgió en Grecia alrededor del año600 antes de Cristo.
Hasta entonces, habían sido las distintas religiones las que
habían dado a la gente las respuestas a todas esas preguntas
que se hacían. Estas explicaciones religiosas se transmitieron de
generación en generación a través de los mitos.
Un mito es un relato sobre dioses, un relato que pretende
explicar el principio de la vida.
Por todo el mundo ha surgido, en el transcurso de los milenios,
una enorme flora de explicaciones míticas a las cuestiones
filosóficas. Los filósofos griegos intentaron enseñar a los seres
humanos que no debían fiarse de tales explicaciones.
Para poder entender la manera de pensar de los primeros
filósofos, necesitamos comprender lo que quiere decir tener una
visión mítica del mundo. Utilizaremos como ejemplos algunas
ideas de la mitología nórdica; no hace falta cruzar el río para
coger agua.
Seguramente habrás oído hablar de Tor y su martillo.
Antes de que el cristianismo llegara a Noruega, la gente creía que
Tor viajaba por el cielo en un carro tirado por dos machos
cabríos.
Cuando agitaba su martillo, había truenos y rayos.
La palabra noruega «torden» (truenos) significa precisamente
eso, «ruidos de Tor».
Cuando hay rayos y truenos, también suele llover. La lluvia tenía
una importancia vital para los agricultores en la época vikinga;
por eso Tor fue adorado como el dios de la fertilidad.
Es decir: la respuesta mítica a por que llueve, era que Tor agitaba
su martillo; y, cuando llovía, todo crecía bien en el campo.
Resultaba en sí incomprensible cómo las plantas en el campo
crecían y daban frutos, pero los agricultores intuían que tenía
que ver con la lluvia. Y, además, todos creían que la lluvia tenía
algo que ver con Tor, lo que le convirtió en uno de los dioses
más importantes del Norte.
Tor también era importante en otro contexto, en un contexto que
tenía que ver con todo el concepto del mundo.
Los vikingos se imaginaban que el mundo habitado era una isla
constantemente amenazada por peligros externos. A esa parte
del mundo la llamaban Midgard (el patio en el medio), es decir, el
reino situado en el medio. En Midgard se encontraba además
Asgard (el patio de los dioses), que era el hogar de los dioses.
Fuera de Midgard estaba Urgard (el patio de fuera), es decir, el
reino que se encontraba fuera. Aquí vivían los peligrosos trolls
(gigantes), que constantemente intentaban destruir el mundo
mediante astutos trucos.
A esos monstruos malvados se les suele llamar “fuerzas del
caos”. Tanto en la religión nórdica como en la mayor parte de
otras culturas, los seres humanos tenían la sensación de que
había un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y
del mal.
Los trolls podían destruir Midgard raptando a la diosa de la
fertilidad, Freya. Si lo lograban, en los campos no crecería nada y
las mujeres no darían a luz. Por eso era tan importante que los
dioses buenos pudieran mantenerlos en jaque.
También en este sentido Tor jugaba un papel importante. Su
martillo no sólo traía la lluvia, sino que también era un arma
importante en la lucha contra las fuerzas peligrosas. El martillo
le daba un poder casi ilimitado. Por ejemplo, podía echarlo tras
los trolls y matarlos. Y además, no tenía que tener miedo de
perderlo, porque funcionaba como un bumerán, y siempre volvía
a él.
He aquí la explicación mítica de cómo se mantiene la naturaleza,
y cómo se libra una constante lucha entre el bien y el mal. Y esas
explicaciones míticas eran precisamente las que los filósofos
rechazaban.
Pero no se trataba únicamente de explicaciones. La gente no
podía quedarse sentada de brazos cruzados esperando a que
interviniesen los dioses cuando amenazaban las desgracias –
tales como sequías o epidemias–. Las personas tenían que tomar
parte activa en la lucha contra el mal. Esta participación se
llevaba a cabo mediante distintos actos religiosos o ritos.
El acto religioso más importante en la época de la antigua
Noruega era el sacrificio, que se hacía con el fin de aumentar el
poder del dios. Los seres humanos tenían que hacer sacrificios a
los dioses para que éstos reuniesen fuerzas suficientes para
combatir a las fuerzas del caos. Esto se conseguía, por ejemplo,
mediante el sacrificio de un animal al dios en cuestión. Era
bastante corriente sacrificar machos cabríos a Tor. En lo que se
refiere a Odín, también se sacrificaban seres humanos.
El mito más conocido en Noruega lo conocemos por el poema
«Trymskvida» (La canción sobre Trym).
En él se cuenta que Tor se quedó dormido y que, cuando se
despertó, su martillo había desaparecido. Se enfureció tanto que
las manos le temblaban y la barba le vibraba. Acompañado por
su amigo Loke fue a preguntar a Freya si le dejaba sus alas para
que éste pudiera volar hasta Jotunheimen (el hogar de los
gigantes), con el fin de averiguar si eran los trolls los que le
habían robado el martillo. Allí Loke se encuentra con Trym, el rey
de los gigantes, que, en efecto, empieza a presumir de haber
robado el martillo y de haberlo escondido a ocho millas bajo
tierra. Y añade que no devolverá el martillo hasta que no logre
casarse con Freya.
¿Me sigues, Sofía? Los dioses buenos se encuentran de repente
ante un dramático secuestro: los trolls se han apoderado de su
arma defensiva más importante, lo que da lugar a una situación
insostenible. Mientras los trolls tengan en su poder el martillo de
Tor, tienen el poder total sobre el mundo de los dioses y de los
humanos. Y a cambio del martillo exigen a Freya. Pero tal
intercambio resulta igual de imposible: si los dioses tienen que
desprenderse de su diosa de la fertilidad, la que vela por todo lo
que es vida, la hierba en el campo se marchitará y los dioses y
los humanos morirán. Es decir, la situación no tiene salida. Si te
imaginas un grupo de terroristas amenazando con hacer explotar
una bomba atómica en el centro de París o de Londres, si no se
cumplen sus peligrosísimas exigencias, entiendes muy bien esta
historia.
El mito cuenta que Loke vuelve a Asgard, donde pide a Freya que
se vista de novia, porque hay que casarla con los trolls.
Desgraciadamente, Freya se enfada y dice que la gente pensará
que está loca por los hombres si accede a casarse con un troll.
Entonces al dios Heimdal se le ocurre una excelente idea. Sugiere
que disfracen a Tor de novia. Podrán atarle el pelo y ponerle
piedras en el pecho para que parezca una mujer. Evidentemente
a Tor no le hace muy feliz esta propuesta, pero entiende
finalmente que la única posibilidad que tienen los dioses de
recuperar el martillo es seguir el consejo de Heimdal.
Al final, Tor se viste de novia. Loke le va a acompañar como
dama de honor. «Vayamos las dos mujeres a Jotunheimen», dice
Loke.
Si prefieres un idioma más moderno, diríamos que Tor y Loke
son los «policías antiterroristas» de los dioses. Disfrazados de
mujeres deben meterse en el baluarte de los trolls para
recuperar el martillo de Tor.
En cuanto llegan a Jotunheimen, los trolls empiezan los
preparativos de la boda. Pero, durante la fiesta nupcial, la novia –
es decir Tor–, se come un buey entero y ocho salmones. También
se bebe tres barriles de cerveza. A Trym le extraña, y los
«soldados del comando» disfrazados están a punto de ser
descubiertos. Pero Loke consigue escapar de la peligrosa
situación. Dice que Freya no ha comido en ocho noches por la
enorme ilusión que le hacía ir a Jotunheimen.
Trym levanta el velo para besar a la novia, pero da un salto del
susto, al mirar dentro de los agudos ojos de Tor. También esta
vez es Loke el que salva la situación. Dice que la novia no ha
dormido en ocho noches por la enorme ilusión que le hacía la
boda. Entonces Trym ordena que se traiga el martillo y que se
ponga sobre las piernas de la novia, durante la ceremonia de la
boda.
Se cuenta que Tor se echó a reír cuando le llevaron su martillo.
Primero mató con él a Trym, y luego a toda la estirpe de los
gigantes. Y así el siniestro secuestro tuvo un final feliz.
Una vez más, Tor –el Batman o el James Bond de los dioses- había
vencido a las fuerzas del mal.
Hasta ahí el propio mito, Sofía. ¿Pero qué significa en realidad?
No creo que se haya inventado sólo por gusto. Con este mito se
pretende dar una explicación a algo. Ese algo podría ser lo
siguiente: cuando había sequías en el país, la gente necesitaba
una explicación de por qué no llovía. ¿Sería acaso porque los
dioses habían robado el martillo de Tor?
El mito puede querer dar también una explicación a los cambios
de estación del año: en invierno, la naturaleza muere porque el
martillo de Tor está en Jotunheimen. Pero, en primavera,
consigue recuperarlo. Así pues, el mito intenta dar a los seres
humanos respuestas a algo que no entienden.
Pero habría algo que explicar además del mito. A menudo, los
seres humanos realizaron distintos actos religiosos relacionados
con el mito. Podemos imaginarnos que la respuesta de los
humanos a sequías o a malos años sería representar el drama
que describía el mito. Quizá disfrazaban de novia a algún
hombre del pueblo –con piedras en lugar de pechos- para
recuperar el martillo que los trolls habían robado. De esta
manera, los seres humanos podían contribuir a que lloviera y a
que el grano creciera en el campo.
Conocemos muchos ejemplos de otras partes del mundo en los
que los seres humanos dramatizaban un «mito de estaciones»,
con el fin de acelerar los procesos de la naturaleza.
Sólo hemos echado un brevísimo vistazo al mundo de la
mitología nórdica. Existe un sinfín de mitos sobre Tor y Odín,
Frey y Freya, Hoder y Balder, y muchísimos otros dioses. Ideas
mitológicas de este tipo florecían por el mundo entero antes de
que los filósofos comenzaran a hurgar en ellas.
También los griegos tenían su visión mítica del mundo cuando
surgió la primera filosofía. Durante siglos, habían hablado de los
dioses de generación en generación.
En Grecia los dioses se llamaban Zeus y Apolo, Hera y Atenea,
Dionisio y Asclepio, Heracles y Hefesto, por nombrar algunos.
Alrededor del año 700 a. de C., gran parte de los mitos griegos
fueron plasmados por escrito por Homero y Hesíodo.
Con esto se creó una nueva situación. Al tener escritos los mitos,
se hizo posible discutirlos.
Los primeros filósofos griegos criticaron la mitología de Homero
sólo porque los dioses se parecían mucho a los seres humanos y
porque eran igual de egoístas y de poco fiar que nosotros. Por
primera vez se dijo que quizás los mitos no fueran más que
imaginaciones humanas.
Encontramos un ejemplo de esta crítica de los mitos en el
filósofo Jenófanes, (41) que nació en el 570 a. de C. «Los seres
humanos se han creado dioses a su propia imagen», decía.
«Creen que los dioses han nacido y que tienen cuerpo, vestidos e
idioma como nosotros. Los negros piensan que los dioses son
negros y chatos, los tracios los imaginan rubios y con ojos
azules. Incluso si los bueyes, caballos y leones hubiesen sabido
pintar, habrían representado dioses con aspecto de bueyes,
caballos y leones!»
Precisamente en esa época, los griegos fundaron una serie de
ciudades-estado (42) en Grecia y en las colonias griegas del sur
de Italia y en Eurasia. En estos lugares los esclavos hacían todo
el trabajo físico, y los ciudadanos libres podían dedicar su
tiempo a la política y a la vida cultural.
En estos ambientes urbanos evolucionó la manera de pensar de
la gente. Un solo individuo podía, por cuenta propia, plantear
cuestiones sobre cómo debería organizarse la sociedad. De esta
manera, el individuo también podía hacer preguntas filosóficas
sin tener que recurrir a los mitos heredados.
Decimos que tuvo lugar una evolución de una manera de pensar
mítica a un razonamiento basado en la experiencia y la razón. El
objetivo de los primeros filósofos era buscar explicaciones
naturales a los procesos de la naturaleza.
Sofía dio vueltas por el amplio jardín. Intentó olvidarse de todo lo
que había aprendido en el instituto. Especialmente importante era
olvidarse de lo que había leído en los libros de ciencias naturales.
Si se hubiera criado en ese jardín, sin saber nada sobre la
naturaleza, ¿cómo habría vivido ella entonces la primavera?
¿Habría intentado inventar una especie de explicación a por qué de
pronto un día comenzaba a llover? ¿Habría imaginado una especie
de razonamiento de cómo desaparecía la nieve y el sol iba
subiendo en el horizonte?
Sí, de eso estaba totalmente segura, y empezó a inventar e imaginar.
El invierno había sido como una garra congelada sobre el país
debido a que el malvado Muriat se había llevado presa a una fría
cárcel a la hermosa princesa Sikita. Pero, una mañana, llegó el
apuesto príncipe Bravato a rescatarla. Entonces Sikita se puso tan
contenta que comenzó a bailar por los campos, cantando una
canción que había compuesto mientras estaba en la fría cárcel.
Entonces la tierra y los árboles se emocionaron tanto que la nieve
se convirtió en lágrimas. Pero luego salió el sol y secó todas las
lagrimas. Los pájaros imitaron la canción de Sikita y, cuando la
hermosa princesa soltó su pelo dorado, algunos rizos cayeron al
suelo, donde se convirtieron en lirios del campo.
A Sofía le pareció que acababa de inventarse una hermosa historia.
Si no hubiera tenido conocimiento de otra explicación para el
cambio de las estaciones, habría acabado por creerse la historia que
se había inventado.
Comprendió que los seres humanos quizás hubieran necesitado
siempre encontrar explicaciones a los procesos de la naturaleza. A
lo mejor la gente no podía vivir sin tales explicaciones. Y entonces
inventaron todos los mitos en aquellos tiempos en que no había
ninguna ciencia.
Los filósofos de la naturaleza
... nada puede surgir de la nada...
Cuando su madre volvió del trabajo aquella tarde, Sofía estaba
sentada en el balancín del jardín, meditando sobre la posible
relación entre el curso de filosofía y esa Hilde Møller Knag que no
recibiría ninguna felicitación de su padre en el día de su
cumpleaños.
–¡Sofía! –la llamó su madre desde lejos–. ¡Ha llegado una carta
para ti!
El corazón le dio un vuelco. Ella misma había recogido el correo,
de modo que esa carta tenía que ser del filósofo. ¿Qué le podía
decir a su madre?
Se levantó lentamente del balancín y se acercó a ella.
–No lleva sello. A lo mejor es una carta de amor.
Sofía cogió la carta.
–¿No la vas a abrir?
¿Que podía decir?
–¿Has visto alguna vez a alguien abrir sus cartas de amor delante
de su madre?
Mejor que pensara que ésa era la explicación. Le daba muchísima
vergüenza, porque era muy joven para recibir cartas de amor, pero
le daría aún más vergüenza que se supiera que estaba recibiendo un
curso completo de filosofía por correspondencia, de un filósofo
totalmente desconocido y que incluso jugaba con ella al escondite.
Era uno de esos pequeños sobres blancos. En su habitación, Sofía
leyó tres nuevas preguntas escritas en la nota dentro del sobre:
¿Existe una materia primaria de la que todo lo demás está
hecho?
¿El agua puede convertirse en vino?
¿Cómo pueden la tierra y el agua convertirse en una rana?
A Sofía estas preguntas le parecieron bastante chifladas, pero las
estuvo dando vueltas durante toda la tarde. También al día
siguiente, en el instituto, volvió a meditar sobre ellas, una por una.
¿Existiría una materia primaria,, de la que estaba hecho todo lo
demás? Pero si existiera una materia de la que estaba hecho todo el
mundo, ¿cómo podía esta materia única convertirse de pronto en
una flor o, por que no, en un elefante?
La misma objeción era válida para la pregunta de si el agua podía
convertirse en vino. Sofía había oído el relato de Jesús, que
convirtió el agua en vino, pero nunca lo había entendido
literalmente. Y si Jesús verdaderamente hubiese hecho vino del
agua se trataría más bien de un milagro y no de algo que fuera
realmente posible. Sofía era consciente de que tanto el vino como
casi todo el resto de la naturaleza contiene mucha agua. Pero
aunque un pepino contuviera un 95% de agua, tendría que contener
también alguna otra cosa para ser precisamente un pepino y no sólo
agua.
Luego estaba lo de la rana. Le llamaba la atención que su profesor
de filosofía se interesara tanto por las ranas. Sofía podía estar de
acuerdo en que una rana estuviese compuesta de tierra y agua, pero
la tierra no podía estar compuesta entonces por una sola sustancia.
Si la tierra estuviera compuesta por muchas materias distintas,
podría evidentemente pensarse que tierra y agua conjugadas
pudieran convertirse en rana; siempre y cuando la tierra y el agua
pasaran por el proceso del huevo de rana y del renacuajo, porque
una rana no puede crecer así como así en una huerta, por mucho
esmero que ponga el horticultor al regarla.
Al volver del instituto aquel día, Sofía se encontró con otro sobre
para ella en el buzón. Se refugió en el Callejón, como lo había
hecho los días anteriores.
El proyecto de los filósofos
¡Ahí estás de nuevo! Pasemos directamente a la lección de hoy,
sin pasar por conejos blancos y cosas así.
Te contaré a grandes rasgos cómo han meditado los seres
humanos sobre las preguntas filosóficas desde la antigüedad
griega hasta hoy. Pero todo llegará a su debido tiempo.
Debido a que esos filósofos vivieron en otros tiempos y quizás
en una cultura totalmente diferente a la nuestra, resulta a
menudo práctico averiguar cuál fue el proyecto de cada uno. Con
ello quiero decir que debemos intentar captar qué es lo que
precisamente ese filósofo tiene tanto interés en solucionar. Un
filósofo puede interesarse por el origen de las plantas y los
animales. Otro puede querer averiguar si existe un dios o si el
ser humano tiene un alma inmortal.
Cuando logremos extraer cuál es el «proyecto, de un
determinado filósofo, resultará más fácil seguir su manera de
pensar. Pues un solo filósofo no está obsesionado por todas las
preguntas filosóficas.
Siempre digo «él», cuando hablo de los filósofos, y eso se debe a
que la historia de la filosofía está marcada por los hombres, ya
que a la mujer se la ha reprimido como ser pensante debido a su
sexo. Es una pena porque, con ello, se ha perdido una serie de
experiencias importantes. Hasta nuestro propio siglo, la mujer no
ha entrado de lleno en la historia de la filosofía.
No te pondré deberes, al menos no complicados ejercicios de
matemáticas. En este momento, la conjugación de los verbos
ingleses está totalmente fuera del ámbito de mi interés. Pero de
vez en cuando, te pondré un pequeño ejercicio de alumno.
Si aceptas estas condiciones, podemos ponernos en marcha.
Los filósofos de la naturaleza
A los primeros filósofos de Grecia se les suele llamar «filósofos
de la naturaleza» porque, ante todo, se interesaban por la
naturaleza y por sus procesos.
Ya nos hemos preguntado de dónde procedemos. Muchas
personas hoy en día se imaginan más o menos que algo habrá
surgido, en algún memento, de la nada. Esta idea no era tan
corriente entre los griegos.
Por alguna razón daban por sentado que ese «algo» había
existido siempre.
Vemos, pues, que la gran pregunta no era cómo todo pudo surgir
de la nada. Los griegos se preguntaban, más bien, cómo era
posible que el agua se convirtiera en peces vivos y la tierra
inerte en grandes árboles o en flores de colores encendidos. ¡Por
no hablar de cómo un niño puede ser concebido en el seno de su
madre!
Los filósofos veían con sus propios ojos cómo constantemente
ocurrían cambios en la naturaleza. ¿Pero cómo podían ser
posibles tales cambios? ¿Cómo podía algo pasar de ser una
sustancia para convertirse en algo completamente distinto, en
vida, por ejemplo?
Los primeros filósofos tenían en común la creencia de que existía
una materia primaria, que era el origen de todos los cambios. No
resulta fácil saber cómo llegaron a esa conclusión, sólo sabemos
que iba surgiendo la idea de que tenía que haber una sola
materia primaria que, más o menos, fuese el origen de todos los
cambios sucedidos en la naturaleza. Tenía que haber «algo» de lo
que todo procedía y a lo que todo volvía.
Lo más interesante para nosotros no es saber cuáles fueron las
respuestas a las que llegaron esos primeros filósofos, sino qué
preguntas se hacían y qué tipo de respuestas buscaban. Nos
interesa más el como pensaban que precisamente lo que
pensaban.
Podemos constatar que hacían preguntas sobre cambios visibles
en la naturaleza. Intentaron buscar algunas leyes naturales
constantes. Querían entender los sucesos de la naturaleza sin
tener que recurrir a los mitos tradicionales. Ante todo, intentaron
entender los procesos de la naturaleza estudiando la misma
naturaleza. ¡Es algo muy distinto a explicar los relámpagos y los
truenos, el invierno y la primavera con referencias a sucesos
mitológicos!
De esta manera, la filosofía se independizó de la religión.
Podemos decir que los filósofos de la naturaleza dieron los
primeros pasos hacia una manera científica de pensar,
desencadenando todas las ciencias naturales posteriores.
La mayor parte de lo que dijeron y escribieron los filósofos de la
naturaleza se perdió para la posteridad. Lo poco que conocemos
lo encontramos en los escritos de Aristóteles, que vivió un par de
siglos después de los primeros filósofos. Aristóteles sólo se
refiere a los resultados a que llegaron los filósofos que le
precedieron, lo que significa que no podemos saber siempre
cómo llegaron a sus conclusiones. Pero sabemos suficiente como
para constatar que el proyecto de los primeros filósofos griegos
abarcaba preguntas en torno a la materia primaria y a los
cambios en la naturaleza.
Tres filósofos de Mileto
El primer filósofo del que oímos hablar es Tales, de la colonia de
Mileto, en Asia Menor. Viajó mucho por el mundo. Se cuenta de él
que midió la altura de una pirámide en Egipto, teniendo en
cuenta la sombra de la misma, en el momento en que su propia
sombra medía exactamente lo mismo que él. También se dice
que supo predecir mediante cálculos matemáticos un eclipse
solar en el año 585 antes de Cristo.
Tales opinaba que el agua es el origen de todas las cosas. No
sabemos exactamente lo que quería decir con eso. Quizás
opinara que toda clase de vida tiene su origen en el agua, y que
toda clase de vida vuelve a convertirse en agua cuando se
disuelve.
Estando en Egipto, es muy probable que viera cómo todo crecía
en cuanto las aguas del Nilo se retiraban de las regiones de su
delta. Quizás también viera cómo, tras la lluvia, iban apareciendo
ranas y gusanos.
Además, es probable que Tales se preguntara cómo el agua
puede convertirse en hielo y vapor, y luego volver a ser agua de
nuevo.
Al parecer, Tales también dijo que «todo está lleno de dioses».
También sobre este particular sólo podemos hacer conjeturas en
cuanto a lo que quiso decir. Quizás se refiriese a cómo la tierra
negra pudiera ser el origen de todo, desde flores y cereales hasta
cucarachas y otros insectos, y se imaginase que la tierra estaba
llena de pequeños e invisibles «gérmenes» de vida. De lo que sí
podemos estar seguros, al menos, es de que no estaba pensando
en los dioses de Homero.
El siguiente filósofo del que se nos habla es de Anaximandro,
que también vivió en Mileto. Pensaba que nuestro mundo
simplemente es uno de los muchos mundos que nacen y perecen
en algo que él llamó «lo Indefinido». No es fácil saber lo que él
entendía por «lo Indefinido», pero parece claro que no se
imaginaba una sustancia conocida, como Tales. Quizás fuera de
la opinión de que aquello de lo que se ha creado todo,
precisamente tiene que ser distinto a lo creado. En ese caso, la
materia primaria no podía ser algo tan normal como el agua, sino
algo «indefinido».
Un tercer filósofo de Mileto fue Anaxímenes (aprox. 570-526 a. de
C.) que opinaba que el origen de todo era el aire o la niebla.
Es evidente que Anaxímenes había conocido la teoría de Tales
sobre el agua. ¿Pero de dónde viene el agua? Anaxímenes
opinaba que el agua tenía que ser aire condensado, pues vemos
cómo el agua surge del aire cuando llueve. Y cuando el agua se
condensa aún más, se convierte en tierra, pensaba él. Quizás
había observado cómo la tierra y la arena provenían del hielo que
se derretía. Asimismo pensaba que el fuego tenía que ser aire
diluido. Según Anaxímenes, tanto la tierra como el agua y el
fuego, tenían como origen el aire.
No es largo el camino desde la tierra y el agua hasta las plantas
en el campo. Quizás pensaba Anaxímenes que para que surgiera
vida, tendría que haber tierra, aire, fuego y agua. Pero el punto de
partida en sí eran «el aire» o «la niebla». Esto significa que
compartía con Tales la idea de que tiene que haber una materia
primaria, que constituye la base de todos los cambios que
suceden en la naturaleza.
Nada puede surgir de la nada
Los tres filósofos de Mileto pensaban que tenía que haber una –y
quizás sólo una- materia primaria de la que estaba hecho todo lo
demás. ¿Pero cómo era posible que una materia se alterara de
repente para convertirse en algo completamente distinto? A este
problema lo podemos llamar problema del cambio.
Desde aproximadamente el año 500 a. de C. vivieron unos
filósofos en la colonia griega de Elea en el sur de Italia, y estos
eleatos se preocuparon por cuestiones de ese tipo. El más
conocido era Parménides (aprox. 510-470 a. de C). (14)
Parménides pensaba que todo lo que hay ha existido siempre, lo
que era una idea muy corriente entre los griegos. Daban más o
menos por sentado que todo lo que existe en el mundo es eterno.
Nada puede surgir de la nada, pensaba Parménides. Y algo que
existe, tampoco se puede convertir en nada.
Pero Parménides fue más lejos que la mayoría. Pensaba que
ningún verdadero cambio era posible. No hay nada que se pueda
convertir en algo diferente a lo que es exactamente.
Desde luego que Parménides sabía que precisamente la
naturaleza muestra cambios constantes. Con los sentidos
observaba cómo cambiaban las cosas, pero esto no concordaba
con lo que le decía la razón. No obstante, cuando se vio forzado a
elegir entre fiarse de sus sentidos o de su razón, optó por la
razón.
Conocemos la expresión: «Si no lo veo, no lo creo». Pero
Parménides no lo creía ni siquiera cuando lo veía. Pensaba que
los sentidos nos ofrecen una imagen errónea del mundo, una
imagen que no concuerda con la razón de los seres humanos.
Como filósofo, consideraba que era su obligación descubrir toda
clase de «ilusiones».
Esta fuerte fe en la razón humana se llama racionalismo. Un
racionalista es el que tiene una gran fe en la razón de las
personas como fuente de sus conocimientos sobre el mundo.
Todo fluye
Al mismo tiempo que Parménides, vivió Heráclito (aprox. 540-480
a. de C.) de Éfeso en Asia Menor. Él pensaba que precisamente
los cambios constantes eran los rasgos más básicos de la
naturaleza. Podríamos decir que Heráclito tenía más fe en lo que
le decían sus sentidos que Parménides.
«Todo fluye», dijo Heráclito. Todo está en movimiento y nada
dura eternamente. Por eso no podemos «descender dos veces al
mismo río», pues cuando desciendo al río por segunda vez, ni yo
ni el río somos los mismos.
Heráclito también señaló el hecho de que el mundo está
caracterizado por constantes contradicciones. Si no estuviéramos
nunca enfermos, no entenderíamos lo que significa estar sano. Si
no tuviéramos nunca hambre, no sabríamos apreciar estar
saciados. Si no hubiera nunca guerra, no sabríamos valorar la
paz, y si no hubiera nunca invierno, no nos daríamos cuenta de la
primavera.
Tanto el bien como el mal tienen un lugar necesario en el Todo,
decía Heráclito. Y si no hubiera un constante juego entre los
contrastes, el mundo dejaría de existir. «Dios es día y noche,
invierno y verano, guerra y paz, hambre y saciedad», decía.
Emplea la palabra «Dios», pero es evidente que se refiere a algo
muy distinto a los dioses de los que hablaban los mitos. Para
Heráclito, Dios –o lo divino- es algo que abarca a todo el mundo.
Dios se muestra precisamente en esa naturaleza llena de
contradicciones y en constante cambio.
En lugar de la palabra «Dios», emplea a menudo la palabra griega
logos, que significa razón. Aunque las personas no hemos
pensado siempre del mismo modo, ni hemos tenido la misma
razón, Heráclito opinaba que tiene que haber una especie de
«razón universal» que dirige todo lo que sucede en la naturaleza.
Esta «razón universal» –o «ley natural»- es algo común para
todos y por la cual todos tienen que guiarse. Y, sin embargo, la
mayoría vive según su propia razón, decía Heráclito. No tenía, en
general, muy buena opinión de su prójimo. «Las opiniones de la
mayor parte de la gente pueden compararse con los juegos
infantiles», decía.
En medio de todos esos cambios y contradicciones en la
naturaleza, Heráclito veía, pues, una unidad o un todo. Este
«algo», que era la base de todo, él lo llamaba «Dios» o «logos».
Cuatro elementos
En cierto modo, las ideas de Parménides y Heráclito eran
totalmente contrarias. La razón de Parménides le decía que nada
puede cambiar. Pero los sentidos de Heráclito decían, con la
misma convicción, que en la naturaleza suceden constantemente
cambios. ¿Quién de ellos tenía razón? ¿Debemos fiarnos de la
razón o de los sentidos?
Tanto Parménides como Heráclito dicen dos cosas.
Parménides dice:
a) que nada puede cambiar y
b) que las sensaciones, por lo tanto, no son de fiar.
Por el contrario, Heráclito dice:
a) que todo cambia (todo fluye) y
b) que las sensaciones son de fiar
¡Difícilmente dos filósofos pueden llegar a estar en mayor
desacuerdo! ¿Pero cuál de ellos tenía razón? Empédocles (494-
434 a. de C.) de Sicilia sería el que lograra salir de los enredos en
los que se había metido la filosofía. Opinaba que, tanto
Parménides como Heráclito, tenían razón en una de sus
afirmaciones, pero que los dos se equivocaban en una cosa.
Empédocles pensaba que el gran desacuerdo se debía a que los
filósofos habían dado por sentado(error esencial en Parménides)
que había un solo elemento. De ser así, la diferencia entre lo que
dice la razón y lo que «vemos con nuestros propios ojos» seria
insuperable.
Es evidente que el agua no puede convertirse en un pez o en una
mariposa. El agua no puede cambiar. El agua pura sigue siendo
agua pura para siempre. De modo que Parménides tenía razón en
decir que «nada cambia».
Al mismo tiempo, Empédocles le daba la razón a Heráclito en que
debemos fiarnos de lo que nos dicen nuestros sentidos.
Debemos creer lo que vemos, y vemos, precisamente, cambios
constantes en la naturaleza.
Empédocles llegó a la conclusión de que lo que había que
rechazar era la idea de que hay un solo elemento. Ni el agua ni el
aire son capaces, por sí solos, de convertirse en un rosal o en
una mariposa, razón por la cual resulta imposible que la
naturaleza sólo tenga un elemento.
Empédocles pensaba que la naturaleza tiene en total cuatro
elementos o «raíces», como él los llama. Llamó a esas cuatro
raíces tierra, aire, fuego y agua.
Todos los cambios de la naturaleza se deben a que estos cuatro
elementos se mezclan y se vuelven a separar, pues todo está
compuesto de tierra, aire, fuego y agua, pero en distintas
proporciones de mezcla. Cuando muere una flor o un animal, los
cuatro elementos vuelven a separarse. Éste es un cambio que
podemos observar con los ojos. Pero la tierra y el aire, el fuego y
el agua quedan completamente inalterados o intactos con todos
esos cambios en los que participan. Es decir, que no es cierto que
«todo» cambia (en contra de Heráclito). En realidad, no hay nada
que cambie, lo que ocurre es, simplemente, que cuatro elementos
diferentes se mezclan y se separan, para luego volver a
mezclarse.
Podríamos compararlo con un pintor artístico: si tiene sólo un
color –por ejemplo el rojo- no puede pintar árboles verdes. Pero
si tiene amarillo, rojo, azul y negro, puede obtener hasta cientos
de colores, mezclándolos en distintas proporciones.
Un ejemplo de cocina demuestra lo mismo. Si sólo tuviera harina,
tendría que ser un mago para poder hacer un bizcocho. Pero si
tengo huevos y harina, leche y azúcar, entonces puedo hacer un
montón de tartas y bizcochos diferentes, con esas cuatro
materias primas.
No fue por casualidad el que Empédocles pensara que las
«raíces» de la naturaleza tuvieran que ser precisamente tierra,
aire, fuego y agua. Antes que él, otros filósofos habían intentado
mostrar por qué el elemento básico tendría que ser agua, aire o
fuego. Tales y Anaxímenes ya habían señalado el agua y el aire
como elementos importantes de la naturaleza. Los griegos
también pensaban que el fuego era muy importante. Observaban,
por ejemplo, la importancia del sol para todo lo vivo de la
naturaleza, y, evidentemente, conocían el calor del cuerpo
humano y animal.
Quizás Empédocles vio cómo ardía un trozo de madera; lo que
sucede entonces, es que algo se disuelve. Oímos cómo la madera
cruje y gorgotea. Es el agua. Algo se convierte en humo. Es el
aire. Vemos ese aire. Algo queda cuando el fuego se apaga. Es la
ceniza, o la tierra.
Empédocles señala, como hemos visto, que los cambios en la
naturaleza se deben a que las cuatro raíces se mezclan y se
vuelven a separar. Pero queda algo por explicar. ¿Cuál es la causa
por la que los elementos se unen para dar lugar a una nueva
vida? ¿Y por qué vuelve a disolverse «la mezcla», por ejemplo,
una flor?
Empédocles pensaba que tenía que haber dos fuerzas que
actuasen en la naturaleza. Las llamó «amor» y «odio». Lo que une
las cosas es «el amor», y lo que las separa, es «el odio».
Tomemos nota de que el filósofo distingue aquí entre
«elemento» y «fuerza». Incluso, hoy en día, la ciencia distingue
entre «los elementos» y «las fuerzas de la naturaleza». La ciencia
moderna dice que todos los procesos de la naturaleza pueden
explicarse como una interacción de los distintos elementos, y
unas cuantas fuerzas de la naturaleza.
Empédocles también estudió la cuestión de qué es lo que pasa
cuando observamos algo con nuestros sentidos. ¿Cómo puedo
ver una flor, por ejemplo? ¿Qué sucede entonces? ¿Has pensado
en eso, Sofía? ¡Si no, ahora tienes la ocasión!
Empédocles pensaba que nuestros ojos estaban formados de
tierra, aire, fuego y agua, como todo lo demás en la naturaleza. Y
«la tierra» que tengo en mi ojo capta lo que hay de tierra en lo
que veo, «el aire» capta lo que es de aire, «el fuego» de los ojos
capta lo que es de fuego y «el agua» lo que es de agua. Si el ojo
hubiera carecido de uno de los cuatro elementos, yo tampoco
hubiera podido ver la naturaleza en su totalidad.raíces se mezclan y se
vuelven a separar. Pero queda algo por explicar. ¿Cuál es la causa
por la que los elementos se unen para dar lugar a una nueva
vida? ¿Y por qué vuelve a disolverse «la mezcla», por ejemplo,
una flor?
Empédocles pensaba que tenía que haber dos fuerzas que
actuasen en la naturaleza. Las llamó «amor» y «odio». Lo que une
las cosas es «el amor», y lo que las separa, es «el odio».
Tomemos nota de que el filósofo distingue aquí entre
«elemento» y «fuerza». Incluso, hoy en día, la ciencia distingue
entre «los elementos» y «las fuerzas de la naturaleza». La ciencia
moderna dice que todos los procesos de la naturaleza pueden
explicarse como una interacción de los distintos elementos, y
unas cuantas fuerzas de la naturaleza.
Empédocles también estudió la cuestión de qué es lo que pasa
cuando observamos algo con nuestros sentidos. ¿Cómo puedo
ver una flor, por ejemplo? ¿Qué sucede entonces? ¿Has pensado
en eso, Sofía? ¡Si no, ahora tienes la ocasión!
Empédocles pensaba que nuestros ojos estaban formados de
tierra, aire, fuego y agua, como todo lo demás en la naturaleza. Y
«la tierra» que tengo en mi ojo capta lo que hay de tierra en lo
que veo, «el aire» capta lo que es de aire, «el fuego» de los ojos
capta lo que es de fuego y «el agua» lo que es de agua. Si el ojo
hubiera carecido de uno de los cuatro elementos, yo tampoco
hubiera podido ver la naturaleza en su totalidad.
Jostein Gaarder
Índice
El jardín del Edén
El sombrero de copa
¿Qué es la filosofía?
Un ser extraño
Los mitos
La visión mítica del mundo
Los filósofos de la naturaleza
El proyecto de los filósofos
Los filósofos de la naturaleza
Tres filósofos de Mileto
Nada puede surgir de la nada
Todo fluye
Cuatro elementos
Algo de todo en todo
Demócrito
La teoría atómica
El destino
El destino
Ciencia de la historia y ciencia de la medicina
Sócrates
La filosofía en Atenas
El hombre en el centro
¿Quien era Sócrates?
El arte de conversar
Una voz divina
Un comodín en Atenas
Un conocimiento correcto conduce a acciones correctas
Atenas
Platón
La Academia de Platón
Lo eternamente verdadero, lo eternamente hermoso y lo eternamente bueno
El mundo de las ideas
El conocimiento seguro
Un alma inmortal
El camino que sube de la oscuridad de la caverna
El Estado filosófico
La Cabaña del Mayor
Aristóteles
Filósofo y científico
No hay ideas innatas
Las formas son las cualidades de las cosas
La causa final
Lógica
La escala de la naturaleza
Ética
Política
La mujer
El helenismo
El helenismo
Religión, filosofía y ciencia
Los cínicos
Los estoicos
Los epicúreos
El neoplatonismo
Misticismo
Las postales
Dos civilizaciones
Indoeuropeos
Los semitas
Israel
Jesús
Pablo
Credo
Post scriptum
La Edad Media
El Renacimiento
La época barroca
Descartes
Spinoza
Locke
Hume
Berkeley
Bjerkely
La Ilustración
Kant
El Romanticismo
Hegel
Kierkegaard
Marx
Darwin
Freud
Nuestra época
La fiesta en el jardín
Contrapunto
La gran explosión
El que no sabe llevar su contabilidad
por espacio de tres mil años
se queda como un ignorante en la oscuridad
y sólo vive al día
Goethe
El jardín del Edén
.... al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de
donde no había nada de nada...
Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera
parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían
hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era
como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba muy segura de
estar de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una
máquina.
Se habían despedido junto al hipermercado Sofía vivía al final de
una gran urbanización de chalets, y su camino al instituto, era casi
el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se encontrara en el
fin del mundo, pues más allá de jardín no había ninguna casa más.
Allí comenzaba el espeso bosque.
Giró para meterse por el Camino del Trébol. Al final hacía una
brusca curva que solían llamar Curva del Capitán. Aquí sólo había
gente los sábados y los domingos.
Era uno de los primeros días de mayo. En algunos jardines se veían
tupidas coronas de narcisos bajo los árboles frutales. Los abedules
tenían ya una fina capa de encaje verde.
¡Era curioso ver cómo todo empezaba a crecer y brotar en esta
época del año! ¿Cuál era la causa de que kilos y kilos de esa
materia vegetal verde saliera a chorros de la tierra inanimada en
cuanto las temperaturas subían y desaparecían los últimos restos de
nieve?
Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un
montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes
para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón
sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para
hacer los deberes.
A su padre le llegaba únicamente alguna que otra carta del banco,
pero no era un padre normal y corriente. El padre de Sofía era
capitán de un gran petrolero y estaba ausente gran parte del año.
Cuando pasaba en casa unas semanas seguidas, se paseaba por ella
haciendo la casa mas acogedora para Sofía y su madre. Por otra
parte, cuando estaba navegando resultaba a menudo muy distante.
Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.
«Sofía Amundsen», ponía en el pequeño sobre. «Camino del
Trébol 3. Eso era todo, no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía
sello.
En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre.
Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre
que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?
No ponía nada más. No traía ni saludos ni remitente, sólo esas dos
palabras escritas a mano con grandes interrogaciones.
Volvió a mirar el sobre. Pues sí, la carta era para ella. ¿Pero quién
la había dejado en el buzón?
Sofía se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta de la casa pintada
de rojo. Como de costumbre, al gato Sherekan le dio tiempo a salir
de entre los arbustos, dar un salto hasta la escalera y meterse por la
puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.
–¡Misi, misi, misi!
Cuando la madre de Sofía estaba de mal humor por alguna razón,
decía a veces que su hogar era como una casa de fieras, en otras
palabras, una colección de animales de distintas clases. Y por
cierto, Sofía estaba muy contenta con la suya. Primero le habían
regalado una pecera con los peces dorados Flequillo de Oro,
Caperucita Roja y Pedro el Negro. Luego tuvo los periquitos Cada
y Pizca, la tortuga Govinda y finalmente el gato atigrado Sherekan.
Había recibido todos estos animales como una especie de
compensación por parte de su madre, que volvía tarde del trabajo,
y de su padre, que tanto navegaba por el mundo.
Sofía se quitó la mochila y puso un plato con comida para
Sherekan. Luego se dejó caer sobre una banqueta de la cocina con
la misteriosa carta en la mano.
¿Quién eres?
En realidad no lo sabía. Era Sofía Amundsen, naturalmente, pero
¿quién era eso? Aún no lo había averiguado del todo.
¿Y si se hubiera llamado algo completamente distinto? Anne
Knutsen, por ejemplo. ¿En ese caso, habría sido otra?
De pronto se acordó de que su padre había querido que se llamara
Synnove. Sofía intentaba imaginarse que extendía la mano
presentándose como Synnove Amundsen, pero no, no servía. Todo
el tiempo era otra chica la que se presentaba.
Se puso de pie de un salto y entró en el cuarto de baño con la
extraña carta en la mano. Se coloco delante del espejo, y se miró
fijamente a sí misma.
–Soy Sofía Amundsen –dijo.
La chica del espejo no contestó ni con el más leve gesto. Hiciera lo
que hiciera Sofía, la otra hacia exactamente lo mismo. Sofía
intentaba anticiparse al espejo con un rapidísimo movimiento, pero
la otra era igual de rápida.
–¿Quién eres? –preguntó.
No obtuvo respuesta tampoco ahora, pero durante un breve instante
llegó a dudar de si era ella o la del espejo la que había hecho la
pregunta.
Sofía apretó el dedo índice contra la nariz del espejo y dijo:
–Tú eres yo:
Al no recibir ninguna respuesta, dio la vuelta a la pregunta y dijo:
–Yo soy tu.
Sofía Amundsen no había estado nunca muy contenta con su
aspecto. Le decían a menudo que tenía bonitos ojos almendrados,
pero seguramente se lo dirían porque su nariz era demasiado
pequeña y la boca un poco grande. Además, tenía las orejas
demasiado cerca de los ojos. Lo peor de todo era ese pelo liso que
resultaba imposible de arreglar. A veces su padre le acariciaba el
pelo llamándola la muchacha de los cabellos de lino», como la
pieza de música de Claude Debussy. Era fácil para él, que no
estaba condenado a tener ese pelo negro colgando durante toda su
vida. En el pelo de Sofía no servían ni el gel ni el spray.
A veces pensaba que le había tocado un aspecto tan extraño que se
preguntaba si no estaría mal hecha. Por lo menos había oído hablar
a su madre de un parto difícil. ¿Era realmente el parto lo que
decidía el aspecto que uno iba a tener?
¿No resultaba extraño el no saber quien era? ¿No era también
injusto no haber podido decidir su propio aspecto? Simplemente
había surgido así como así. A lo mejor podría elegir a sus amigos,
pero no se había elegido a sí misma. Ni siquiera había elegido ser
un ser humano.
¿Qué era un ser humano?
Sofía volvió a mirar a la chica del espejo.
–Creo que me subo para hacer los deberes de naturales –dijo, como
si quisiera disculparse. Un instante después, se encontraba en la
entrada.
No, prefiero salir al jardín, pensó.
–¡Misi, misi, misi, misi!
Sofía cogió al gato, lo sacó fuera y cerró la puerta tras ella.
Cuando se encontró en el caminito de gravilla con la misteriosa
carta en la mano, tuvo de repente una extraña sensación. Era como
si fuese una muñeca que por arte de magia hubiera cobrado vida.
¿No era extraño estar en el mundo en este momento, poder caminar
como por un maravilloso cuento?
Sherekan saltó ágilmente por la gravilla y se metió entre unos
tupidos arbustos de grosellas. Un gato vivo, desde los bigotes
blancos hasta el rabo juguetón en el extremo de su cuerpo liso.
También él estaba en el jardín, pero seguramente no era consciente
de ello de la misma manera que Sofía.
Conforme Sofía iba pensando en que existía, también le daba por
pensar en el hecho de que no se quedaría aquí eternamente.
Estoy en el mundo ahora, pensó. Pero un día habré desaparecido
del todo.
¿Habría alguna vida mas allá de la muerte? El gato ignoraría
también esa cuestión por completo?
La abuela de Sofía había muerto hacía poco. Casi a diario durante
medio año había pensado cuánto la echaba de menos. ¿No era
injusto que la vida tuviera que acabarse alguna vez?
En el camino de gravilla Sofía se quedó pensando. Intentó pensar
intensamente en que existía para de esa forma olvidarse de que no
se quedaría aquí para siempre. Pero resultó imposible. En cuanto se
concentraba en el hecho de que existía, inmediatamente surgía la
idea del fin de la vida. Lo mismo pasaba a la inversa: cuando había
conseguido tener una fuerte sensación de que un día desaparecería
del todo, entendía realmente lo enormemente valiosa que es la
vida. Era como la cara y la cruz de una moneda, una moneda a la
que daba vueltas constantemente. Cuanto más grande y nítida se
veía una de las caras, mayor y más nítida se veía también la otra.
La vida y la muerte eran como dos caras del mismo asunto.
No se puede tener la sensación de existir sin tener también la
sensación de tener que morir, pensó. De la misma manera, resulta
igualmente imposible pensar que uno va a morir, sin pensar al
mismo tiempo en lo fantástico que es vivir.
Sofía se acordó de que su abuela había dicho algo parecido el día
en que el médico le había dicho que estaba enferma. Hasta ahora
no he entendido lo valiosa que es la vida», había dicho.
¿No era triste que la mayoría de la gente tuviera que ponerse
enferma para darse cuenta de lo agradable que es vivir?
¿Necesitarían acaso una carta misteriosa en el buzón?
Quizás debiera mirar si había algo más en el buzón. Sofía corrió
hacia la verja y levantó la tapa verde. Se sobresaltó al descubrir un
sobre idéntico al primero. ¿Se había asegurado de mirar si el buzón
se había quedado vacío del todo la primera vez?
También en este sobre ponía su nombre. Abrió el sobre y sacó una
nota igual que la primera.
¿De dónde viene el mundo?, ponía.
No tengo la más remota idea, pensó Sofía. Nadie sabe esas cosas,
supongo. Y sin embargo, Sofía pensó que era una pregunta
justificada. Por primera vez en su vida pensó que casi no tenía
justificación vivir en un mundo sin preguntarse siquiera de dónde
venía ese mundo.
Las cartas misteriosas la habían dejado tan aturdida que decidió ir a
sentarse al Callejón.
El Callejón era el escondite secreto de Sofía. Solo iba allí cuando
estaba muy enfadada, muy triste o muy contenta. Ese día sólo
estaba confundida.
La casa roja estaba dentro de un gran jardín. Y en el jardín había
muchas partes, arbustos de bayas, diferentes frutales, un gran
césped con mecedora e incluso un pequeño cenador que el abuelo
le había construido a la abuela cuando perdió a su primer hijo, a las
pocas semanas de nacer. La pobre pequeña se llamaba Marie. En la
lápida ponía: «La pequeña Marie llegó, nos saludó y se dio la
vuelta.
En un rincón del jardín, detrás de todos los frambuesos, había una
maleza tupida donde no crecían ni flores ni frutales. En realidad,
era un viejo seto que servía de frontera con el gran bosque, pero
nadie lo había cuidado en los últimos veinte años, y se había
convertido en una maleza impenetrable. La abuela había contado
que el seto había dificultado el paso a las zorras que durante la
guerra venían a la caza de las gallinas que andaban sueltas por el
jardín.
Para todos menos para Sofía, el viejo seto resultaba tan inútil como
las jaulas de conejos dentro del jardín. Pero eso era porque no
conocían el secreto de Sofía.
Desde que Sofía podía recordar, había conocido la existencia del
seto. Al atravesarlo encogida, llegaba a un espacio grande y abierto
entre los arbustos. Era como una pequeña cabaña. Podía estar
segura de que nadie la encontraría allí.
Sofía se fue corriendo por el jardín con las dos cartas en la mano.
Se tumbó para meterse por el seto. El Callejón era tan grande que
casi podía estar de pie, pero ahora se sentó sobre unas gruesas
raíces. Desde allí podía mirar hacia fuera a través de un par de
minúsculos agujeros entre las ramas y las hojas. Aunque ninguno
de los agujeros era mayor que una moneda de cinco coronas, tenía
una especie de vista panorámica de todo el jardín. De pequeña, le
gustaba observar a sus padres cuando andaban buscándola entre los
árboles.
A Sofía el jardín siempre le había parecido un mundo en sí. Cada
vez que oía hablar del jardín del Edén en el Génesis, se imaginaba
sentada en su Callejón contemplando su propio paraíso.
«¿De dónde viene el mundo?»
Pues no lo sabía. Sofía sabía que la Tierra no era sino un pequeño
planeta en el inmenso universo. ¿Pero de dónde venía el universo?
Podría ser, naturalmente, que el universo hubiera existido siempre;
en ese caso, no sería preciso buscar una respuesta sobre su
procedencia. ¿Pero podía existir algo desde siempre? Había algo
dentro de ella que protestaba contra eso. Todo lo que es, tiene que
haber tenido un principio, ¿no? De modo que el universo tuvo que
haber nacido en algún momento de algo distinto.
Pero si el universo hubiera nacido de repente de otra cosa, entonces
esa otra cosa tendría a su vez que haber nacido de otra cosa. Sofía
entendió que simplemente había aplazado el problema. Al fin y al
cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde no había
nada de nada. ¿Pero era eso posible? ¿No resultaba eso tan
imposible como pensar que el mundo había existido siempre?
En el colegio aprendían que Dios había creado el mundo, y ahora
Sofía intentó aceptar esa solución al problema como la mejor. Pero
volvió a pensar en lo mismo. Podía aceptar que Dios había creado
el universo, pero y el propio Dios, ¿qué? ¿Se creó él a sí mismo
partiendo de la nada? De nuevo había algo dentro de ella que se
rebelaba. Aunque Dios seguramente pudo haber creado esto y
aquello, no habría sabido crearse a si mismo sin tener antes un sí
mismo» con lo que crear. En ese caso, sólo quedaba una
posibilidad: Dios había existido siempre. ¡Pero si ella ya había
rechazado esa posibilidad! Todo lo que existe tiene que haber
tenido un principio.
–¡Caray!
Vuelve a abrir los dos sobres.
¿Quién eres?
¿De dónde viene el mundo?»
¡Qué preguntas tan maliciosas! ¿Y de dónde venían las dos cartas?
Eso era casi igual de misterioso
¿Quién había arrancado a Sofía de lo cotidiano para de repente
ponerla ante los grandes enigmas del universo?
Por tercera vez Sofía se fue al buzón.
El cartero acababa de dejar el correo del día. Sofía recogió un
grueso montón de publicidad, periódicos y un par de cartas para su
madre. También había una postal con la foto de una playa del sur.
Dio la vuelta a la postal. Tenía sellos noruegos y un sello en el que
ponía Batallón de las Naciones Unidas». ¿Sería de su padre? ¿Pero
no estaba en otro sitio? Además, no era su letra.
Sofía notó que se le aceleraba el pulso al leer el nombre del
destinatario: Hilde Moller Knag c/o Sofía Amundsen, Camino del
Trébol 3...”. La dirección era la correcta. La postal decía:
Querida Hilde: Te felicito de todo corazón por tu decimoquinto
cumpleaños. Cómo puedes ver, quiero hacerte un regalo con el que
podrás crecer. Perdóname por enviar la postal a Sofía. Resulta
más fácil así.
Con todo cariño, papá.
Sofía volvió corriendo a la cocina. Sentía como un huracán dentro
de ella.
¿Quién era esa Hilde que cumplía quince años poco más de un mes
antes del día en que también ella cumplía quince años?
Sofía cogió la guía telefónica de la entrada. Había muchos Møller
Knag.
Volvió a estudiar la misteriosa postal. Sí, era autentica, con sello y
matasellos.
¿Porqué un padre iba a enviar una felicitación a la dirección de
Sofía cuando estaba clarísimo que iba destinada a otra persona?
¿Qué padre privaría a su hija de la ilusión de recibir una tarjeta de
cumpleaños enviándola a otras señas? ¿Por qué resultaba «más
fácil así»! Y ante todo: ¿cómo encontraría a Hilde?
De esta manera Sofía tuvo otro problema más en que meditar.
Intentó ordenar sus pensamientos de nuevo:
Esa tarde, en el transcurso de un par de horas, se había encontrado
con tres enigmas. Uno era quién había metido los dos sobres
blancos en su buzón. El segundo era aquellas difíciles preguntas
que presentaban esas cartas. El tercer enigma era quien era Hilde
Møller Knag y por qué Sofía había recibido una felicitación de
cumpleaños para aquella chica desconocida. (15)
Estaba segura de que los tres enigmas estaban, de alguna manera,
relacionados entre si, porque justo hasta ese día había tenido una
vida completamente normal.
El sombrero de copa
... lo único que necesitamos para convertirnos en buenos
filósofos es la capacidad de asombro...
Sofía dio por sentado que la persona que había escrito las cartas
anónimas volvería a ponerse en contacto con ella. Mientras tanto,
optó por no decir nada a nadie sobre este asunto.
En el instituto le resultaba difícil concentrarse en lo que decía el
profesor; le parecía que sólo hablaba de cosas sin importancia.
¿Porqué no hablaba de lo que es el ser humano, o de lo que es el
mundo y de cual fue su origen?
Tuvo una sensación que jamás había tenido antes: en el instituto y
en todas partes la gente se interesaba solo por cosas más o menos
fortuitas. Pero también había algunas cuestiones grandes y difíciles
cuyo estudio era mucho mas importante que las asignaturas
corrientes del colegio.
¿Conocía alguien las respuestas a preguntas de ese tipo? A Sofía, al
menos, le parecía mas importante pensar en ellas que estudiarse de
memoria los verbos irregulares.
Cuando sonó la campana al terminar la ultima clase, salió tan
deprisa del patio que Jorunn tuvo que correr para alcanzarla.
Al cabo de un rato Jorunn dijo:
–¿Vamos a jugar a las cartas esta tarde?
Sofía se encogió de hombros.
–Creo que ya no me interesa mucho jugar a las cartas.
Jorunn puso una cara como si se hubiese caído la luna.
–¿Ah, no? ¿Quieres que juguemos al badmington?
Sofía mira fijamente al asfalto y luego a su amiga.
–Creo que tampoco me interesa mucho el badmington.
–¡Pues vale!
Sofía detectó una sombra de amargura en la voz de Jorunn.
–¿Me podrías decir entonces qué es lo que tan de repente es mucho
más importante?
Sofía negó con la cabeza.
–Es... es un secreto.
–¡Bah! ¡Seguro que te has enamorado!
Anduvieron un buen rato sin decir nada. Cuando llegaron al campo
de fútbol, Jorunn dijo:
–Cruzo por el campo.
«Por el campo.»Ese era el camino más rápido para Jorunn, el que
tomaba sólo cuando tenía que irse rápidamente a casa para llegar a
alguna reunión o al dentista.
Sofía se sentía triste por haber herido a su amiga. ¿Pero qué podría
haberle contestado? ¿Qué de repente le interesaba tanto quién era y
de donde surge el mundo que no tenía tiempo de jugar al
badmington? ¿Lo habría entendido su amiga?
¿Por qué tenía que ser tan difícil interesarse por las cuestiones más
importantes y, de alguna manera, más corrientes de todas?
Al abrir el buzón notó que el corazón le latía más deprisa. Al
principio, solo encontró una carta del banco v unos grandes sobres
amarillos para su madre. ¡Qué pena! Sofía había esperado ansiosa
una nueva carta del remitente desconocido.
Al cerrar la puerta de la verja, descubrió su nombre en uno de los
sobres grandes. Al dorso, por donde se abría, ponía:Curso de
filosofía. Trátese con mucho cuidado .
Sofía corrió por el camino de gravilla y dejó su mochila en la
escalera. Metió las demás cartas bajo el felpudo, salió corriendo al
jardín y buscó refugio en el Callejón. Ahí tenía que abrir el sobre
grande.
Sherekan vino corriendo detrás, pero no importaba. Sofía estaba
segura de que el gato no se chivaría.
En el sobre había tres hojas grandes escritas a maquina y unidas
con un clip. Sofía empezó a leer.
¿Qué es la filosofía?
Querida Sofía. Muchas personas tienen distintos hobbies. Unas
coleccionan monedas antiguas o sellos, a otras les gustan las
labores, y otras emplean la mayor parte de su tiempo libre en la
práctica de algún deporte.
A muchas les gusta también la lectura. Pero lo que leemos es
muy variado. Unos leen sólo periódicos o cómics, a algunos les
gustan las novelas, y otros prefieren libros sobre distintos
temas, tales como la astronomía, la fauna o los inventos
tecnológicos.
Aunque a mí me interesen los caballos o las piedras preciosas,
no puedo exigir que todos los demás tengan los mismos
intereses que yo. Si sigo con gran interés todas las emisiones
deportivas en la televisión, tengo que tolerar que otros opinen
que el deporte es aburrido
¿Hay, no obstante, algo que debería interesar a todo el mundo?
¿Existe algo que concierna a todos los seres humanos,
independientemente de quiénes sean o de en qué parte del
mundo vivan? Sí, querida Sofía, hay algunas cuestiones que
deberían interesar a todo el mundo. Sobre esas cuestiones trata
este curso.
¿Qué es lo más importante en la vida? Si preguntamos a una
persona que se encuentra en el límite del hambre, la respuesta
será comida. Si dirigimos la misma pregunta a alguien que tiene
frío, la respuesta será calor. Y si preguntamos a una persona que
se siente sola, la respuesta seguramente será estar con otras
personas.
Pero con todas esas necesidades cubiertas, ¿hay todavía algo que
todo el mundo necesite? Los filósofos opinan que sí. Opinan que
el ser humano no vive sólo de pan. Es evidente que todo el
mundo necesita comer. Todo el mundo necesita también amor y
cuidados. Pero aún hay algo más que todo el mundo necesita.
Necesitamos encontrar una respuesta a quién somos y por qué
vivimos.
Interesarse por el por qué vivimos no es, por lo tanto, un interés
tan fortuito o tan casual como, por ejemplo, coleccionar sellos.
Quien se interesa por cuestiones de ese tipo está preocupado
por algo que ha interesado a los seres humanos desde que viven
en este planeta. El cómo ha nacido el universo, el planeta y la
vida aquí, son preguntas más grandes y más importantes que
quién ganó más medallas de oro en los últimos juegos olímpicos
de invierno.
La mejor manera de aproximarse a la filosofía es plantear
algunas preguntas filosóficas:
¿Cómo se creó el mundo? ¿Existe alguna voluntad o intención
detrás de lo que sucede? ¿Hay otra vida después de la muerte?
¿Cómo podemos solucionar problemas de ese tipo? Y, ante todo:
¿cómo debemos vivir?
En todas las épocas, los seres humanos se han hecho preguntas
de este tipo. No se conoce ninguna cultura que no se haya
preocupado por saber quiénes son los seres humanos y de
dónde procede el mundo.
En realidad, no son tantas las preguntas filosóficas que podemos
hacernos. Ya hemos formulado algunas de las más importantes.
No obstante, la historia nos muestra muchas respuestas
diferentes a cada una de las preguntas que nos hemos hecho.
Vemos, pues, que resulta más fácil hacerse preguntas filosóficas
que contestarlas.
También hoy en día cada uno tiene que buscar sus propias
respuestas a esas mismas preguntas. No se puede consultar una
enciclopedia para ver si existe Dios o si hay otra vida después de
la muerte. La enciclopedia tampoco nos proporciona una
respuesta a cómo debemos vivir. No obstante, a la hora de
formar nuestra propia opinión sobre la vida, puede resultar de
gran ayuda leer lo que otros han pensado.
La búsqueda de la verdad que emprenden los filósofos podría
compararse, quizás, con una historia policíaca. Unos opinan que
Andersen es el asesino, otros creen que es Nielsen o Jepsen.
Cuando se trata de un verdadero misterio policíaco, puede que la
policía llegue a descubrirlo algún día. Por otra parte, también
puede ocurrir que nunca lleguen a desvelar el misterio. No
obstante, el misterio sí tiene una solución.
Aunque una pregunta resulte difícil de contestar puede, sin
embargo, pensarse que tiene una, y sólo una respuesta correcta.
O existe una especie de vida después de la muerte, o no existe.
A través de los tiempos, la ciencia ha solucionado muchos
antiguos enigmas. Hace mucho era un gran misterio saber cómo
era la otra cara de la luna. Cuestiones como ésas eran
difícilmente discutibles; la respuesta dependía de la imaginación
de cada uno. Pero, hoy en día, sabemos con exactitud cómo es la
otra cara de la luna. Ya no se puede «creer que hay un hombre en
la luna, o que la luna es un queso.
Uno de los viejos filósofos griegos que vivió hace más de dos mil
años pensaba que la filosofía surgió debido al asombro de los
seres humanos. Al ser humano le parece tan extraño existir que
las preguntas filosóficas surgen por sí solas, opinaba él.
Es como cuando contemplamos juegos de magia: no entendemos
cómo puede haber ocurrido lo que hemos visto. Y entonces nos
preguntamos justamente eso: ¿cómo ha podido convertir el
prestidigitador un par de pañuelos de seda blanca en un conejo
vivo?
A muchas personas, el mundo les resulta tan inconcebible como
cuando el prestidigitador saca un conejo de ese sombrero de
copa que hace un momento estaba completamente vacío.
En cuanto al conejo, entendemos que el prestidigitador tiene que
habernos engañado. Lo que nos gustaría desvelar es cómo ha
conseguido engañarnos. Tratándose del mundo, todo es un poco
diferente. Sabemos que el mundo no es trampa ni engaño, pues
nosotros mismos andamos por la Tierra formando una parte del
mismo. En realidad, nosotros somos el conejo blanco que se saca
del sombrero de copa. La diferencia entre nosotros y el conejo
blanco es simplemente que el conejo no tiene sensación de
participar en un juego de magia. Nosotros somos distintos.
Pensamos que participamos en algo misterioso y nos gustaría
desvelar ese misterio.
P. D. En cuanto al conejo blanco, quizás convenga compararlo con
el universo entero. Los que vivimos aquí somos unos bichos
minúsculos que vivimos muy dentro de la piel del conejo. Pero
los filósofos intentan subirse por encima de uno de esos fines
pelillos para mirar a los ojos al gran prestidigitador.
¿Me sigues, Sofía? Continúa.
Sofía estaba agotada. ¿Si le seguía? No recordaba haber respirado
durante toda la lectura.
¿Quién había traído la carta? ¿Quién, quién?
No podía ser la misma persona que había enviado la postal a Hilde
Møller Knag, pues la postal llevaba sello y matasellos. El sobre
amarillo había sido metido directamente en el buzón, igual que los
dos sobres blancos.
Sofía miró el reloj. Sólo eran las tres menos cuarto. Faltaban casi
dos horas para que su madre volviera del trabajo.
Sofía salió de nuevo al jardín y se fue corriendo hacia el buzón. ¿Y
si había algo más?
Encontró otro sobre amarillo con su nombre. Miró a su alrededor,
pero no vio a nadie. Se fue corriendo hacia donde empezaba el
bosque y miró fijamente al sendero.
Tampoco ahí se veía un alma.
De repente, le pareció oír el crujido de alguna rama en el interior
del bosque. No estaba totalmente segura, sería imposible, de todos
modos, correr detrás si alguien intentaba escapar.
Sofía se metió en casa de nuevo y dejó la mochila y el correo para
su madre. Subió deprisa a su habitación, sacó la caja grande donde
guardaba las piedras bonitas, las echó al suelo y metió los dos
sobres grandes en la caja. Luego volvió al jardín con la caja en los
brazos. Antes de irse, sacó comida para Sherekan.
De vuelta en el Callejón, abrió el sobre y sacó varias nuevas hojas
escritas a maquina. Empezó a leer.
Un ser extraño
Aquí estoy de nuevo. Como ves, este curso de filosofía llegará en
pequeñas dosis. He aquí unos comentarios más de introducción.
¿Dije ya que lo único que necesitamos para ser buenos filósofos
es la capacidad de asombro? Si no lo dije, lo digo ahora: LO
ÚNICO QUE NECESITAMOS PARA SER BUENOS FILÓSOFOS ES LA
CAPACIDAD DE ASOMBRO.
Todos los niños pequeños tienen esa capacidad. No faltaría más.
Tras unos cuantos meses, salen a una realidad totalmente nueva.
Pero conforme van creciendo, esa capacidad de asombro parece
ir disminuyendo. ¿A qué se debe? ¿Conoce Sofía Amundsen la
respuesta a esta pregunta?
Veamos: si un recién nacido pudiera hablar, seguramente diría
algo de ese extraño mundo al que ha llegado. Porque, aunque el
niño no sabe hablar, vemos cómo señala las cosas de su
alrededor y cómo intenta agarrar con curiosidad las cosas de la
habitación.
Cuando empieza a hablar, el niño se para y grita «guau, guau»
cada vez que ve un perro. Vemos cómo da saltos en su cochecito,
agitando los brazos y gritando «guau, guau, guau, guau». Los que
ya tenemos algunos años a lo mejor nos sentimos un poco
agobiados por el entusiasmo del niño. «Sí, sí, es un guau, guau»,
decimos, muy conocedores del mundo, «tienes que estarte
quietecito en el coche». No sentimos el mismo entusiasmo.
Hemos visto perros antes.
Quizás se repita este episodio de gran entusiasmo unas
doscientas veces, antes de que el niño pueda ver pasar un perro
sin perder los estribos. O un elefante o un hipopótamo. Pero
antes de que el niño haya aprendido a hablar bien, y mucho antes
de que aprenda a pensar filosóficamente, el mundo se ha
convertido para él en algo habitual.
¡Una pena, digo yo!
Lo que a mí me preocupa es que tú seas de los que toman el
mundo como algo asentado, querida Sofía. Para asegurarnos,
vamos a hacer un par de experimentos mentales, antes de iniciar
el curso de filosofía propiamente.
Imagínate que un día estás de paseo por el bosque. De pronto
descubres una pequeña nave espacial en el sendero delante de ti.
De la nave espacial sale un pequeño marciano que se queda
parado, mirándote fríamente.
¿Qué habrías pensado tú en un caso así? Bueno, eso no importa,
¿pero se te ha ocurrido alguna vez pensar que tu misma eres una
marciana?
Es cierto que no es muy probable que te vayas a topar con un ser
de otro planeta. Ni siquiera sabemos si hay vida en otros
planetas. Pero puede ocurrir que te topes contigo misma. Puede
que de pronto un día te detengas, y te veas de una manera
completamente nueva. Quizás ocurra precisamente durante un
paseo por el bosque.
Soy un ser extraño, pensarás. Soy un animal misterioso.
Es como si te despertaras de un larguísimo sueño, como la Bella
Durmiente. ¿Quién soy?, te preguntarás. Sabes que gateas por un
planeta en el universo. ¿Pero qué es el universo?
Si llegas a descubrirte a ti misma de ese modo, habrás
descubierto algo igual de misterioso que aquel marciano que
mencionamos hace un momento. No sólo has visto un ser del
espacio, sino que sientes desde dentro que tú misma eres un ser
tan misterioso como aquél.
¿Me sigues todavía, Sofía? Hagamos otro experimento mental.
Una mañana, la madre, el padre y el pequeño Tomas, de dos o
tres años, están sentados en la cocina desayunando. La madre se
levanta de la mesa y va hacia la encimera, y entonces el padre
empieza, de repente, a flotar bajo el techo, mientras Tomás se le
queda mirando.
¿Qué crees que dice Tomás en ese momento? Quizás señale a su
papá y diga: «¡Papá está flotando!».
Tomás se sorprendería, naturalmente, pero se sorprende muy a
menudo. Papá hace tantas cosas curiosas que un pequeño vuelo
por encima de la mesa del desayuno no cambia mucho las cosas
para Tomás. Su papá se afeita cada día con una extraña
maquinilla, otras veces trepa hasta el tejado para girar la antena
de la tele, o mete la cabeza en el motor de un coche y la saca
negra.
Ahora le toca a mamá. Ha oído lo que acaba de decir Tomás y se
vuelve decididamente. ¿Cómo reaccionará ella ante el
espectáculo del padre volando libremente por encima de la mesa
de la cocina?
Se le cae instantáneamente el frasco de mermelada al suelo y
grita de espanto. Puede que necesite tratamiento médico cuando
papá haya descendido nuevamente a su silla. (¡Debería saber que
hay que estar sentado cuando se desayuna!)
¿Por qué crees que son tan distintas las reacciones de Tomás y
las de su madre? Tiene que ver con el hábito.
(¡Toma nota de esto!) La madre ha aprendido que los seres
humanos no saben volar. Tomás no lo ha aprendido. El sigue
dudando de lo que se puede y no se puede hacer en este mundo.
¿Pero y el propio mundo, Sofía? ¿Crees que este mundo puede
flotar? ¿También este mundo está volando libremente?
Lo triste es que no sólo nos habituamos a la ley de la gravedad
conforme vamos haciéndonos mayores. Al mismo tiempo, nos
habituamos al mundo tal y como es.
Es como si durante el crecimiento perdiéramos la capacidad de
dejarnos sorprender por el mundo. En ese caso, perdemos algo
esencial, algo que los filósofos intentan volver a despertar en
nosotros. Porque hay algo dentro de nosotros mismos que nos
dice que la vida en sí es un gran enigma.
Es algo que hemos sentido incluso mucho antes de aprender a
pensarlo.
Puntualizo: aunque las cuestiones filosóficas conciernen a todo
el mundo, no todo el mundo se convierte en filósofo. Por
diversas razones, la mayoría se aferra tanto a lo cotidiano que el
propio asombro por la vida queda relegado a un segundo plano.
(Se adentran en la piel del conejo, se acomodan y se quedan allí
para el resto de su vida.)
Para los niños, el mundo –y todo lo que hay en él- es algo nuevo,
algo que provoca su asombro. No es así para todos los adultos.
La mayor parte de los adultos ve el mundo como algo muy
normal.
Precisamente en este punto los filósofos constituyen una
honrosa excepción. Un filósofo jamás ha sabido habituarse del
todo al mundo. Para él o ella, el mundo sigue siendo algo
desmesurado, incluso algo enigmático y misterioso.
Por lo tanto, los filósofos y los niños pequeños tienen en común
esa importante capacidad. Se podría decir que un filósofo sigue
siendo tan susceptible como un niño pequeño durante toda la
vida.
De modo que puedes elegir, querida Sofía. ¿Eres una niña
pequeña que aún no ha llegado a ser la perfecta conocedora del
mundo? ¿O eres una filósofa que puede jurar que jamás lo
llegará a conocer?
Si simplemente niegas con la cabeza y no te reconoces ni en el
niño ni en el filósofo, es porque tú también te has habituado
tanto al mundo que te ha dejado de asombrar. En ese caso corres
peligro. Por esa razón recibes este curso de filosofía, es decir,
para asegurarnos. No quiero que tú justamente estés entre los
indolentes e indiferentes. Quiero que vivas una vida despierta.
Recibirás el curso totalmente gratis. Por eso no se te devolverá
ningún dinero si no lo terminas. No obstante, si quieres
interrumpirlo, tienes todo tu derecho a hacerlo. En ese caso,
tendrás que dejarme una señal en el buzón. Una rana viva estaría
bien. Tiene que ser algo verde también; de lo contrario, el cartero
se asustaría demasiado.
Un breve resumen: se puede sacar un conejo blanco de un
sombrero de copa vacío. Dado que se trata de un conejo muy
grande, este truco dura muchos miles de millones de años. En el
extremo de los finos pelillos de su piel nacen todas las criaturas
humanas. De esa manera son capaces de asombrarse por el
imposible arte de la magia. Pero conforme se van haciendo
mayores, se adentran cada vez más en la piel del conejo, y allí se
quedan. Están tan a gusto y tan cómodos que no se atreven a
volver a los finos pelillos de la piel. Solo los filósofos emprenden
ese peligroso viaje hacia los límites extremos del idioma y de la
existencia. Algunos de ellos se quedan en el camino, pero otros
se agarran fuertemente a los pelillos de la piel del conejo y
gritan a todos los seres sentados cómodamente muy dentro de la
suave piel del conejo, comiendo y bebiendo estupendamente:
–Damas y caballeros –dicen–. Flotamos en el vacío.
Pero esos seres de dentro de la piel no escuchan a los filósofos.
–¡Ah, qué pesados! –dicen.
Y continúan charlando como antes:
–Dame la mantequilla. ¿Cómo va la bolsa hoy? ¿A cómo están los
tomates? ¿Has oído que Lady Di espera otro hijo?
Cuando la madre de Sofía volvió a casa más tarde, Sofía se
encontraba en un estado de shock. La caja con las cartas del
misterioso filósofo se encontraban bien guardadas en el Callejón.
Sofía había intentado empezar a hacer sus deberes, por lo que se
quedó pensando y meditando sobre lo que había leído.
¡Había tantas cosas en las que nunca había pensado antes! Ya no
era una niña, pero tampoco era del todo adulta.
Sofía entendió que ya había empezado a adentrarse en la espesa
piel de ese conejo que se había sacado del negro sombrero de copa
del universo. Pero el filósofo la había detenido.
–El, –¿o sería ella?– la había agarrado fuertemente y la había
sacado hasta el pelillo de la piel donde había jugado cuando era
niña. Y ahí, en el extremo del pelillo, había vuelto a ver el mundo
como si lo viera por primera vez.
El filósofo la había rescatado; de eso no cabía duda. El
desconocido remitente de cartas la había salvado de la indiferencia
de la vida cotidiana.
Cuando su madre llegó a casa, sobre las cinco de la tarde, Sofía la
llevó al salón y la obligó a sentarse en un sillón.
–¿Mama, no te parece extraño vivir? –empezó.
La madre se quedó tan aturdida que no supo qué contestar. Sofía
solía estar haciendo los deberes cuando ella volvía del trabajo.
–Bueno –dijo–. A veces sí.
–¿A veces? Lo que quiero decir es si no te parece extraño que
exista un mundo.
–Pero, Sofía, no debes hablar así.
–¿Por qué no? ¿Entonces, acaso te parece el mundo algo
completamente normal?
–Pues claro que lo es. Por regla general, al menos.
Sofía entendió que el filósofo tenía razón. Para los adultos, el
mundo era algo asentado. Se habían metido de una vez por todas
en el sueño cotidiano de la Bella Durmiente.
–¡Bah! Simplemente estás tan habituada al mundo que te ha dejado
de asombrar –dijo.
–¿Qué dices?
–Digo que estás demasiado habituada al mundo. Completamente
atrofiada, vamos.
–Sofía, no te permito que me hables así.
–Entonces, lo diré de otra manera. Te has acomodado bien dentro
de la piel de ese conejo que acaba de ser sacado del negro
sombrero de copa del universo. Y ahora pondrás las patatas a
cocer, y luego leerás el periódico, y después de media hora de
siesta verás el telediario.
El rostro de la madre adquirió un aire de preocupación. Como
estaba previsto, se fue a la cocina a poner las patatas a hervir. Al
cabo de un rato, volvió a la sala de estar y ahora fue ella la que
empujó a Sofía hacia un sillón.
–Tengo que hablar contigo sobre un asunto –empezó a decir.
Por el tono de su voz, Sofía entendió que se trataba de algo serio.
–¿No te habrás metido en algo de drogas, hija mía?
Sofía se echó a reír, pero entendió por que esta pregunta había
surgido exactamente en esta situación.
–¡Estas loca! –dijo–. Las drogas te atrofian aún mas. Y no se dijo
nada más aquella tarde, ni sobre drogas, ni sobre el conejo blanco.
Los mitos
... un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y
del mal...
A la mañana siguiente, no había ninguna carta para Sofía en el
buzón. Pasó aburrida el largo día en el instituto, procurando ser
muy amable con Jorunn en los recreos. En el camino hacia casa,
comenzaron a hacer planes para una excursión con tienda de
campaña en cuanto se secara el bosque.
De nuevo se encontró delante del buzón. Primero abrió una carta
que llevaba un matasellos de México. Era una postal de su padre en
la que decía que tenía muchas ganas de ir a casa, y que había
ganado al Piloto jefe al ajedrez por primera vez. Y también que
casi había terminado los veinte kilos de libros que se había llevado
a bordo después de las vacaciones de invierno.
Y había, además, un sobre amarillo con el nombre de Sofía escrito.
Abrió la puerta de la casa y dejó dentro la cartera y el correo, antes
de irse corriendo al Callejón. Sacó nuevas hojas escritas a máquina
y comenzó a leer.
La visión mítica del mundo
¡Hola, Sofía! Tenemos mucho que hacer, de modo que empecemos
ya.
Por filosofía entendemos una manera de pensar totalmente
nueva que surgió en Grecia alrededor del año600 antes de Cristo.
Hasta entonces, habían sido las distintas religiones las que
habían dado a la gente las respuestas a todas esas preguntas
que se hacían. Estas explicaciones religiosas se transmitieron de
generación en generación a través de los mitos.
Un mito es un relato sobre dioses, un relato que pretende
explicar el principio de la vida.
Por todo el mundo ha surgido, en el transcurso de los milenios,
una enorme flora de explicaciones míticas a las cuestiones
filosóficas. Los filósofos griegos intentaron enseñar a los seres
humanos que no debían fiarse de tales explicaciones.
Para poder entender la manera de pensar de los primeros
filósofos, necesitamos comprender lo que quiere decir tener una
visión mítica del mundo. Utilizaremos como ejemplos algunas
ideas de la mitología nórdica; no hace falta cruzar el río para
coger agua.
Seguramente habrás oído hablar de Tor y su martillo.
Antes de que el cristianismo llegara a Noruega, la gente creía que
Tor viajaba por el cielo en un carro tirado por dos machos
cabríos.
Cuando agitaba su martillo, había truenos y rayos.
La palabra noruega «torden» (truenos) significa precisamente
eso, «ruidos de Tor».
Cuando hay rayos y truenos, también suele llover. La lluvia tenía
una importancia vital para los agricultores en la época vikinga;
por eso Tor fue adorado como el dios de la fertilidad.
Es decir: la respuesta mítica a por que llueve, era que Tor agitaba
su martillo; y, cuando llovía, todo crecía bien en el campo.
Resultaba en sí incomprensible cómo las plantas en el campo
crecían y daban frutos, pero los agricultores intuían que tenía
que ver con la lluvia. Y, además, todos creían que la lluvia tenía
algo que ver con Tor, lo que le convirtió en uno de los dioses
más importantes del Norte.
Tor también era importante en otro contexto, en un contexto que
tenía que ver con todo el concepto del mundo.
Los vikingos se imaginaban que el mundo habitado era una isla
constantemente amenazada por peligros externos. A esa parte
del mundo la llamaban Midgard (el patio en el medio), es decir, el
reino situado en el medio. En Midgard se encontraba además
Asgard (el patio de los dioses), que era el hogar de los dioses.
Fuera de Midgard estaba Urgard (el patio de fuera), es decir, el
reino que se encontraba fuera. Aquí vivían los peligrosos trolls
(gigantes), que constantemente intentaban destruir el mundo
mediante astutos trucos.
A esos monstruos malvados se les suele llamar “fuerzas del
caos”. Tanto en la religión nórdica como en la mayor parte de
otras culturas, los seres humanos tenían la sensación de que
había un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y
del mal.
Los trolls podían destruir Midgard raptando a la diosa de la
fertilidad, Freya. Si lo lograban, en los campos no crecería nada y
las mujeres no darían a luz. Por eso era tan importante que los
dioses buenos pudieran mantenerlos en jaque.
También en este sentido Tor jugaba un papel importante. Su
martillo no sólo traía la lluvia, sino que también era un arma
importante en la lucha contra las fuerzas peligrosas. El martillo
le daba un poder casi ilimitado. Por ejemplo, podía echarlo tras
los trolls y matarlos. Y además, no tenía que tener miedo de
perderlo, porque funcionaba como un bumerán, y siempre volvía
a él.
He aquí la explicación mítica de cómo se mantiene la naturaleza,
y cómo se libra una constante lucha entre el bien y el mal. Y esas
explicaciones míticas eran precisamente las que los filósofos
rechazaban.
Pero no se trataba únicamente de explicaciones. La gente no
podía quedarse sentada de brazos cruzados esperando a que
interviniesen los dioses cuando amenazaban las desgracias –
tales como sequías o epidemias–. Las personas tenían que tomar
parte activa en la lucha contra el mal. Esta participación se
llevaba a cabo mediante distintos actos religiosos o ritos.
El acto religioso más importante en la época de la antigua
Noruega era el sacrificio, que se hacía con el fin de aumentar el
poder del dios. Los seres humanos tenían que hacer sacrificios a
los dioses para que éstos reuniesen fuerzas suficientes para
combatir a las fuerzas del caos. Esto se conseguía, por ejemplo,
mediante el sacrificio de un animal al dios en cuestión. Era
bastante corriente sacrificar machos cabríos a Tor. En lo que se
refiere a Odín, también se sacrificaban seres humanos.
El mito más conocido en Noruega lo conocemos por el poema
«Trymskvida» (La canción sobre Trym).
En él se cuenta que Tor se quedó dormido y que, cuando se
despertó, su martillo había desaparecido. Se enfureció tanto que
las manos le temblaban y la barba le vibraba. Acompañado por
su amigo Loke fue a preguntar a Freya si le dejaba sus alas para
que éste pudiera volar hasta Jotunheimen (el hogar de los
gigantes), con el fin de averiguar si eran los trolls los que le
habían robado el martillo. Allí Loke se encuentra con Trym, el rey
de los gigantes, que, en efecto, empieza a presumir de haber
robado el martillo y de haberlo escondido a ocho millas bajo
tierra. Y añade que no devolverá el martillo hasta que no logre
casarse con Freya.
¿Me sigues, Sofía? Los dioses buenos se encuentran de repente
ante un dramático secuestro: los trolls se han apoderado de su
arma defensiva más importante, lo que da lugar a una situación
insostenible. Mientras los trolls tengan en su poder el martillo de
Tor, tienen el poder total sobre el mundo de los dioses y de los
humanos. Y a cambio del martillo exigen a Freya. Pero tal
intercambio resulta igual de imposible: si los dioses tienen que
desprenderse de su diosa de la fertilidad, la que vela por todo lo
que es vida, la hierba en el campo se marchitará y los dioses y
los humanos morirán. Es decir, la situación no tiene salida. Si te
imaginas un grupo de terroristas amenazando con hacer explotar
una bomba atómica en el centro de París o de Londres, si no se
cumplen sus peligrosísimas exigencias, entiendes muy bien esta
historia.
El mito cuenta que Loke vuelve a Asgard, donde pide a Freya que
se vista de novia, porque hay que casarla con los trolls.
Desgraciadamente, Freya se enfada y dice que la gente pensará
que está loca por los hombres si accede a casarse con un troll.
Entonces al dios Heimdal se le ocurre una excelente idea. Sugiere
que disfracen a Tor de novia. Podrán atarle el pelo y ponerle
piedras en el pecho para que parezca una mujer. Evidentemente
a Tor no le hace muy feliz esta propuesta, pero entiende
finalmente que la única posibilidad que tienen los dioses de
recuperar el martillo es seguir el consejo de Heimdal.
Al final, Tor se viste de novia. Loke le va a acompañar como
dama de honor. «Vayamos las dos mujeres a Jotunheimen», dice
Loke.
Si prefieres un idioma más moderno, diríamos que Tor y Loke
son los «policías antiterroristas» de los dioses. Disfrazados de
mujeres deben meterse en el baluarte de los trolls para
recuperar el martillo de Tor.
En cuanto llegan a Jotunheimen, los trolls empiezan los
preparativos de la boda. Pero, durante la fiesta nupcial, la novia –
es decir Tor–, se come un buey entero y ocho salmones. También
se bebe tres barriles de cerveza. A Trym le extraña, y los
«soldados del comando» disfrazados están a punto de ser
descubiertos. Pero Loke consigue escapar de la peligrosa
situación. Dice que Freya no ha comido en ocho noches por la
enorme ilusión que le hacía ir a Jotunheimen.
Trym levanta el velo para besar a la novia, pero da un salto del
susto, al mirar dentro de los agudos ojos de Tor. También esta
vez es Loke el que salva la situación. Dice que la novia no ha
dormido en ocho noches por la enorme ilusión que le hacía la
boda. Entonces Trym ordena que se traiga el martillo y que se
ponga sobre las piernas de la novia, durante la ceremonia de la
boda.
Se cuenta que Tor se echó a reír cuando le llevaron su martillo.
Primero mató con él a Trym, y luego a toda la estirpe de los
gigantes. Y así el siniestro secuestro tuvo un final feliz.
Una vez más, Tor –el Batman o el James Bond de los dioses- había
vencido a las fuerzas del mal.
Hasta ahí el propio mito, Sofía. ¿Pero qué significa en realidad?
No creo que se haya inventado sólo por gusto. Con este mito se
pretende dar una explicación a algo. Ese algo podría ser lo
siguiente: cuando había sequías en el país, la gente necesitaba
una explicación de por qué no llovía. ¿Sería acaso porque los
dioses habían robado el martillo de Tor?
El mito puede querer dar también una explicación a los cambios
de estación del año: en invierno, la naturaleza muere porque el
martillo de Tor está en Jotunheimen. Pero, en primavera,
consigue recuperarlo. Así pues, el mito intenta dar a los seres
humanos respuestas a algo que no entienden.
Pero habría algo que explicar además del mito. A menudo, los
seres humanos realizaron distintos actos religiosos relacionados
con el mito. Podemos imaginarnos que la respuesta de los
humanos a sequías o a malos años sería representar el drama
que describía el mito. Quizá disfrazaban de novia a algún
hombre del pueblo –con piedras en lugar de pechos- para
recuperar el martillo que los trolls habían robado. De esta
manera, los seres humanos podían contribuir a que lloviera y a
que el grano creciera en el campo.
Conocemos muchos ejemplos de otras partes del mundo en los
que los seres humanos dramatizaban un «mito de estaciones»,
con el fin de acelerar los procesos de la naturaleza.
Sólo hemos echado un brevísimo vistazo al mundo de la
mitología nórdica. Existe un sinfín de mitos sobre Tor y Odín,
Frey y Freya, Hoder y Balder, y muchísimos otros dioses. Ideas
mitológicas de este tipo florecían por el mundo entero antes de
que los filósofos comenzaran a hurgar en ellas.
También los griegos tenían su visión mítica del mundo cuando
surgió la primera filosofía. Durante siglos, habían hablado de los
dioses de generación en generación.
En Grecia los dioses se llamaban Zeus y Apolo, Hera y Atenea,
Dionisio y Asclepio, Heracles y Hefesto, por nombrar algunos.
Alrededor del año 700 a. de C., gran parte de los mitos griegos
fueron plasmados por escrito por Homero y Hesíodo.
Con esto se creó una nueva situación. Al tener escritos los mitos,
se hizo posible discutirlos.
Los primeros filósofos griegos criticaron la mitología de Homero
sólo porque los dioses se parecían mucho a los seres humanos y
porque eran igual de egoístas y de poco fiar que nosotros. Por
primera vez se dijo que quizás los mitos no fueran más que
imaginaciones humanas.
Encontramos un ejemplo de esta crítica de los mitos en el
filósofo Jenófanes, (41) que nació en el 570 a. de C. «Los seres
humanos se han creado dioses a su propia imagen», decía.
«Creen que los dioses han nacido y que tienen cuerpo, vestidos e
idioma como nosotros. Los negros piensan que los dioses son
negros y chatos, los tracios los imaginan rubios y con ojos
azules. Incluso si los bueyes, caballos y leones hubiesen sabido
pintar, habrían representado dioses con aspecto de bueyes,
caballos y leones!»
Precisamente en esa época, los griegos fundaron una serie de
ciudades-estado (42) en Grecia y en las colonias griegas del sur
de Italia y en Eurasia. En estos lugares los esclavos hacían todo
el trabajo físico, y los ciudadanos libres podían dedicar su
tiempo a la política y a la vida cultural.
En estos ambientes urbanos evolucionó la manera de pensar de
la gente. Un solo individuo podía, por cuenta propia, plantear
cuestiones sobre cómo debería organizarse la sociedad. De esta
manera, el individuo también podía hacer preguntas filosóficas
sin tener que recurrir a los mitos heredados.
Decimos que tuvo lugar una evolución de una manera de pensar
mítica a un razonamiento basado en la experiencia y la razón. El
objetivo de los primeros filósofos era buscar explicaciones
naturales a los procesos de la naturaleza.
Sofía dio vueltas por el amplio jardín. Intentó olvidarse de todo lo
que había aprendido en el instituto. Especialmente importante era
olvidarse de lo que había leído en los libros de ciencias naturales.
Si se hubiera criado en ese jardín, sin saber nada sobre la
naturaleza, ¿cómo habría vivido ella entonces la primavera?
¿Habría intentado inventar una especie de explicación a por qué de
pronto un día comenzaba a llover? ¿Habría imaginado una especie
de razonamiento de cómo desaparecía la nieve y el sol iba
subiendo en el horizonte?
Sí, de eso estaba totalmente segura, y empezó a inventar e imaginar.
El invierno había sido como una garra congelada sobre el país
debido a que el malvado Muriat se había llevado presa a una fría
cárcel a la hermosa princesa Sikita. Pero, una mañana, llegó el
apuesto príncipe Bravato a rescatarla. Entonces Sikita se puso tan
contenta que comenzó a bailar por los campos, cantando una
canción que había compuesto mientras estaba en la fría cárcel.
Entonces la tierra y los árboles se emocionaron tanto que la nieve
se convirtió en lágrimas. Pero luego salió el sol y secó todas las
lagrimas. Los pájaros imitaron la canción de Sikita y, cuando la
hermosa princesa soltó su pelo dorado, algunos rizos cayeron al
suelo, donde se convirtieron en lirios del campo.
A Sofía le pareció que acababa de inventarse una hermosa historia.
Si no hubiera tenido conocimiento de otra explicación para el
cambio de las estaciones, habría acabado por creerse la historia que
se había inventado.
Comprendió que los seres humanos quizás hubieran necesitado
siempre encontrar explicaciones a los procesos de la naturaleza. A
lo mejor la gente no podía vivir sin tales explicaciones. Y entonces
inventaron todos los mitos en aquellos tiempos en que no había
ninguna ciencia.
Los filósofos de la naturaleza
... nada puede surgir de la nada...
Cuando su madre volvió del trabajo aquella tarde, Sofía estaba
sentada en el balancín del jardín, meditando sobre la posible
relación entre el curso de filosofía y esa Hilde Møller Knag que no
recibiría ninguna felicitación de su padre en el día de su
cumpleaños.
–¡Sofía! –la llamó su madre desde lejos–. ¡Ha llegado una carta
para ti!
El corazón le dio un vuelco. Ella misma había recogido el correo,
de modo que esa carta tenía que ser del filósofo. ¿Qué le podía
decir a su madre?
Se levantó lentamente del balancín y se acercó a ella.
–No lleva sello. A lo mejor es una carta de amor.
Sofía cogió la carta.
–¿No la vas a abrir?
¿Que podía decir?
–¿Has visto alguna vez a alguien abrir sus cartas de amor delante
de su madre?
Mejor que pensara que ésa era la explicación. Le daba muchísima
vergüenza, porque era muy joven para recibir cartas de amor, pero
le daría aún más vergüenza que se supiera que estaba recibiendo un
curso completo de filosofía por correspondencia, de un filósofo
totalmente desconocido y que incluso jugaba con ella al escondite.
Era uno de esos pequeños sobres blancos. En su habitación, Sofía
leyó tres nuevas preguntas escritas en la nota dentro del sobre:
¿Existe una materia primaria de la que todo lo demás está
hecho?
¿El agua puede convertirse en vino?
¿Cómo pueden la tierra y el agua convertirse en una rana?
A Sofía estas preguntas le parecieron bastante chifladas, pero las
estuvo dando vueltas durante toda la tarde. También al día
siguiente, en el instituto, volvió a meditar sobre ellas, una por una.
¿Existiría una materia primaria,, de la que estaba hecho todo lo
demás? Pero si existiera una materia de la que estaba hecho todo el
mundo, ¿cómo podía esta materia única convertirse de pronto en
una flor o, por que no, en un elefante?
La misma objeción era válida para la pregunta de si el agua podía
convertirse en vino. Sofía había oído el relato de Jesús, que
convirtió el agua en vino, pero nunca lo había entendido
literalmente. Y si Jesús verdaderamente hubiese hecho vino del
agua se trataría más bien de un milagro y no de algo que fuera
realmente posible. Sofía era consciente de que tanto el vino como
casi todo el resto de la naturaleza contiene mucha agua. Pero
aunque un pepino contuviera un 95% de agua, tendría que contener
también alguna otra cosa para ser precisamente un pepino y no sólo
agua.
Luego estaba lo de la rana. Le llamaba la atención que su profesor
de filosofía se interesara tanto por las ranas. Sofía podía estar de
acuerdo en que una rana estuviese compuesta de tierra y agua, pero
la tierra no podía estar compuesta entonces por una sola sustancia.
Si la tierra estuviera compuesta por muchas materias distintas,
podría evidentemente pensarse que tierra y agua conjugadas
pudieran convertirse en rana; siempre y cuando la tierra y el agua
pasaran por el proceso del huevo de rana y del renacuajo, porque
una rana no puede crecer así como así en una huerta, por mucho
esmero que ponga el horticultor al regarla.
Al volver del instituto aquel día, Sofía se encontró con otro sobre
para ella en el buzón. Se refugió en el Callejón, como lo había
hecho los días anteriores.
El proyecto de los filósofos
¡Ahí estás de nuevo! Pasemos directamente a la lección de hoy,
sin pasar por conejos blancos y cosas así.
Te contaré a grandes rasgos cómo han meditado los seres
humanos sobre las preguntas filosóficas desde la antigüedad
griega hasta hoy. Pero todo llegará a su debido tiempo.
Debido a que esos filósofos vivieron en otros tiempos y quizás
en una cultura totalmente diferente a la nuestra, resulta a
menudo práctico averiguar cuál fue el proyecto de cada uno. Con
ello quiero decir que debemos intentar captar qué es lo que
precisamente ese filósofo tiene tanto interés en solucionar. Un
filósofo puede interesarse por el origen de las plantas y los
animales. Otro puede querer averiguar si existe un dios o si el
ser humano tiene un alma inmortal.
Cuando logremos extraer cuál es el «proyecto, de un
determinado filósofo, resultará más fácil seguir su manera de
pensar. Pues un solo filósofo no está obsesionado por todas las
preguntas filosóficas.
Siempre digo «él», cuando hablo de los filósofos, y eso se debe a
que la historia de la filosofía está marcada por los hombres, ya
que a la mujer se la ha reprimido como ser pensante debido a su
sexo. Es una pena porque, con ello, se ha perdido una serie de
experiencias importantes. Hasta nuestro propio siglo, la mujer no
ha entrado de lleno en la historia de la filosofía.
No te pondré deberes, al menos no complicados ejercicios de
matemáticas. En este momento, la conjugación de los verbos
ingleses está totalmente fuera del ámbito de mi interés. Pero de
vez en cuando, te pondré un pequeño ejercicio de alumno.
Si aceptas estas condiciones, podemos ponernos en marcha.
Los filósofos de la naturaleza
A los primeros filósofos de Grecia se les suele llamar «filósofos
de la naturaleza» porque, ante todo, se interesaban por la
naturaleza y por sus procesos.
Ya nos hemos preguntado de dónde procedemos. Muchas
personas hoy en día se imaginan más o menos que algo habrá
surgido, en algún memento, de la nada. Esta idea no era tan
corriente entre los griegos.
Por alguna razón daban por sentado que ese «algo» había
existido siempre.
Vemos, pues, que la gran pregunta no era cómo todo pudo surgir
de la nada. Los griegos se preguntaban, más bien, cómo era
posible que el agua se convirtiera en peces vivos y la tierra
inerte en grandes árboles o en flores de colores encendidos. ¡Por
no hablar de cómo un niño puede ser concebido en el seno de su
madre!
Los filósofos veían con sus propios ojos cómo constantemente
ocurrían cambios en la naturaleza. ¿Pero cómo podían ser
posibles tales cambios? ¿Cómo podía algo pasar de ser una
sustancia para convertirse en algo completamente distinto, en
vida, por ejemplo?
Los primeros filósofos tenían en común la creencia de que existía
una materia primaria, que era el origen de todos los cambios. No
resulta fácil saber cómo llegaron a esa conclusión, sólo sabemos
que iba surgiendo la idea de que tenía que haber una sola
materia primaria que, más o menos, fuese el origen de todos los
cambios sucedidos en la naturaleza. Tenía que haber «algo» de lo
que todo procedía y a lo que todo volvía.
Lo más interesante para nosotros no es saber cuáles fueron las
respuestas a las que llegaron esos primeros filósofos, sino qué
preguntas se hacían y qué tipo de respuestas buscaban. Nos
interesa más el como pensaban que precisamente lo que
pensaban.
Podemos constatar que hacían preguntas sobre cambios visibles
en la naturaleza. Intentaron buscar algunas leyes naturales
constantes. Querían entender los sucesos de la naturaleza sin
tener que recurrir a los mitos tradicionales. Ante todo, intentaron
entender los procesos de la naturaleza estudiando la misma
naturaleza. ¡Es algo muy distinto a explicar los relámpagos y los
truenos, el invierno y la primavera con referencias a sucesos
mitológicos!
De esta manera, la filosofía se independizó de la religión.
Podemos decir que los filósofos de la naturaleza dieron los
primeros pasos hacia una manera científica de pensar,
desencadenando todas las ciencias naturales posteriores.
La mayor parte de lo que dijeron y escribieron los filósofos de la
naturaleza se perdió para la posteridad. Lo poco que conocemos
lo encontramos en los escritos de Aristóteles, que vivió un par de
siglos después de los primeros filósofos. Aristóteles sólo se
refiere a los resultados a que llegaron los filósofos que le
precedieron, lo que significa que no podemos saber siempre
cómo llegaron a sus conclusiones. Pero sabemos suficiente como
para constatar que el proyecto de los primeros filósofos griegos
abarcaba preguntas en torno a la materia primaria y a los
cambios en la naturaleza.
Tres filósofos de Mileto
El primer filósofo del que oímos hablar es Tales, de la colonia de
Mileto, en Asia Menor. Viajó mucho por el mundo. Se cuenta de él
que midió la altura de una pirámide en Egipto, teniendo en
cuenta la sombra de la misma, en el momento en que su propia
sombra medía exactamente lo mismo que él. También se dice
que supo predecir mediante cálculos matemáticos un eclipse
solar en el año 585 antes de Cristo.
Tales opinaba que el agua es el origen de todas las cosas. No
sabemos exactamente lo que quería decir con eso. Quizás
opinara que toda clase de vida tiene su origen en el agua, y que
toda clase de vida vuelve a convertirse en agua cuando se
disuelve.
Estando en Egipto, es muy probable que viera cómo todo crecía
en cuanto las aguas del Nilo se retiraban de las regiones de su
delta. Quizás también viera cómo, tras la lluvia, iban apareciendo
ranas y gusanos.
Además, es probable que Tales se preguntara cómo el agua
puede convertirse en hielo y vapor, y luego volver a ser agua de
nuevo.
Al parecer, Tales también dijo que «todo está lleno de dioses».
También sobre este particular sólo podemos hacer conjeturas en
cuanto a lo que quiso decir. Quizás se refiriese a cómo la tierra
negra pudiera ser el origen de todo, desde flores y cereales hasta
cucarachas y otros insectos, y se imaginase que la tierra estaba
llena de pequeños e invisibles «gérmenes» de vida. De lo que sí
podemos estar seguros, al menos, es de que no estaba pensando
en los dioses de Homero.
El siguiente filósofo del que se nos habla es de Anaximandro,
que también vivió en Mileto. Pensaba que nuestro mundo
simplemente es uno de los muchos mundos que nacen y perecen
en algo que él llamó «lo Indefinido». No es fácil saber lo que él
entendía por «lo Indefinido», pero parece claro que no se
imaginaba una sustancia conocida, como Tales. Quizás fuera de
la opinión de que aquello de lo que se ha creado todo,
precisamente tiene que ser distinto a lo creado. En ese caso, la
materia primaria no podía ser algo tan normal como el agua, sino
algo «indefinido».
Un tercer filósofo de Mileto fue Anaxímenes (aprox. 570-526 a. de
C.) que opinaba que el origen de todo era el aire o la niebla.
Es evidente que Anaxímenes había conocido la teoría de Tales
sobre el agua. ¿Pero de dónde viene el agua? Anaxímenes
opinaba que el agua tenía que ser aire condensado, pues vemos
cómo el agua surge del aire cuando llueve. Y cuando el agua se
condensa aún más, se convierte en tierra, pensaba él. Quizás
había observado cómo la tierra y la arena provenían del hielo que
se derretía. Asimismo pensaba que el fuego tenía que ser aire
diluido. Según Anaxímenes, tanto la tierra como el agua y el
fuego, tenían como origen el aire.
No es largo el camino desde la tierra y el agua hasta las plantas
en el campo. Quizás pensaba Anaxímenes que para que surgiera
vida, tendría que haber tierra, aire, fuego y agua. Pero el punto de
partida en sí eran «el aire» o «la niebla». Esto significa que
compartía con Tales la idea de que tiene que haber una materia
primaria, que constituye la base de todos los cambios que
suceden en la naturaleza.
Nada puede surgir de la nada
Los tres filósofos de Mileto pensaban que tenía que haber una –y
quizás sólo una- materia primaria de la que estaba hecho todo lo
demás. ¿Pero cómo era posible que una materia se alterara de
repente para convertirse en algo completamente distinto? A este
problema lo podemos llamar problema del cambio.
Desde aproximadamente el año 500 a. de C. vivieron unos
filósofos en la colonia griega de Elea en el sur de Italia, y estos
eleatos se preocuparon por cuestiones de ese tipo. El más
conocido era Parménides (aprox. 510-470 a. de C). (14)
Parménides pensaba que todo lo que hay ha existido siempre, lo
que era una idea muy corriente entre los griegos. Daban más o
menos por sentado que todo lo que existe en el mundo es eterno.
Nada puede surgir de la nada, pensaba Parménides. Y algo que
existe, tampoco se puede convertir en nada.
Pero Parménides fue más lejos que la mayoría. Pensaba que
ningún verdadero cambio era posible. No hay nada que se pueda
convertir en algo diferente a lo que es exactamente.
Desde luego que Parménides sabía que precisamente la
naturaleza muestra cambios constantes. Con los sentidos
observaba cómo cambiaban las cosas, pero esto no concordaba
con lo que le decía la razón. No obstante, cuando se vio forzado a
elegir entre fiarse de sus sentidos o de su razón, optó por la
razón.
Conocemos la expresión: «Si no lo veo, no lo creo». Pero
Parménides no lo creía ni siquiera cuando lo veía. Pensaba que
los sentidos nos ofrecen una imagen errónea del mundo, una
imagen que no concuerda con la razón de los seres humanos.
Como filósofo, consideraba que era su obligación descubrir toda
clase de «ilusiones».
Esta fuerte fe en la razón humana se llama racionalismo. Un
racionalista es el que tiene una gran fe en la razón de las
personas como fuente de sus conocimientos sobre el mundo.
Todo fluye
Al mismo tiempo que Parménides, vivió Heráclito (aprox. 540-480
a. de C.) de Éfeso en Asia Menor. Él pensaba que precisamente
los cambios constantes eran los rasgos más básicos de la
naturaleza. Podríamos decir que Heráclito tenía más fe en lo que
le decían sus sentidos que Parménides.
«Todo fluye», dijo Heráclito. Todo está en movimiento y nada
dura eternamente. Por eso no podemos «descender dos veces al
mismo río», pues cuando desciendo al río por segunda vez, ni yo
ni el río somos los mismos.
Heráclito también señaló el hecho de que el mundo está
caracterizado por constantes contradicciones. Si no estuviéramos
nunca enfermos, no entenderíamos lo que significa estar sano. Si
no tuviéramos nunca hambre, no sabríamos apreciar estar
saciados. Si no hubiera nunca guerra, no sabríamos valorar la
paz, y si no hubiera nunca invierno, no nos daríamos cuenta de la
primavera.
Tanto el bien como el mal tienen un lugar necesario en el Todo,
decía Heráclito. Y si no hubiera un constante juego entre los
contrastes, el mundo dejaría de existir. «Dios es día y noche,
invierno y verano, guerra y paz, hambre y saciedad», decía.
Emplea la palabra «Dios», pero es evidente que se refiere a algo
muy distinto a los dioses de los que hablaban los mitos. Para
Heráclito, Dios –o lo divino- es algo que abarca a todo el mundo.
Dios se muestra precisamente en esa naturaleza llena de
contradicciones y en constante cambio.
En lugar de la palabra «Dios», emplea a menudo la palabra griega
logos, que significa razón. Aunque las personas no hemos
pensado siempre del mismo modo, ni hemos tenido la misma
razón, Heráclito opinaba que tiene que haber una especie de
«razón universal» que dirige todo lo que sucede en la naturaleza.
Esta «razón universal» –o «ley natural»- es algo común para
todos y por la cual todos tienen que guiarse. Y, sin embargo, la
mayoría vive según su propia razón, decía Heráclito. No tenía, en
general, muy buena opinión de su prójimo. «Las opiniones de la
mayor parte de la gente pueden compararse con los juegos
infantiles», decía.
En medio de todos esos cambios y contradicciones en la
naturaleza, Heráclito veía, pues, una unidad o un todo. Este
«algo», que era la base de todo, él lo llamaba «Dios» o «logos».
Cuatro elementos
En cierto modo, las ideas de Parménides y Heráclito eran
totalmente contrarias. La razón de Parménides le decía que nada
puede cambiar. Pero los sentidos de Heráclito decían, con la
misma convicción, que en la naturaleza suceden constantemente
cambios. ¿Quién de ellos tenía razón? ¿Debemos fiarnos de la
razón o de los sentidos?
Tanto Parménides como Heráclito dicen dos cosas.
Parménides dice:
a) que nada puede cambiar y
b) que las sensaciones, por lo tanto, no son de fiar.
Por el contrario, Heráclito dice:
a) que todo cambia (todo fluye) y
b) que las sensaciones son de fiar
¡Difícilmente dos filósofos pueden llegar a estar en mayor
desacuerdo! ¿Pero cuál de ellos tenía razón? Empédocles (494-
434 a. de C.) de Sicilia sería el que lograra salir de los enredos en
los que se había metido la filosofía. Opinaba que, tanto
Parménides como Heráclito, tenían razón en una de sus
afirmaciones, pero que los dos se equivocaban en una cosa.
Empédocles pensaba que el gran desacuerdo se debía a que los
filósofos habían dado por sentado(error esencial en Parménides)
que había un solo elemento. De ser así, la diferencia entre lo que
dice la razón y lo que «vemos con nuestros propios ojos» seria
insuperable.
Es evidente que el agua no puede convertirse en un pez o en una
mariposa. El agua no puede cambiar. El agua pura sigue siendo
agua pura para siempre. De modo que Parménides tenía razón en
decir que «nada cambia».
Al mismo tiempo, Empédocles le daba la razón a Heráclito en que
debemos fiarnos de lo que nos dicen nuestros sentidos.
Debemos creer lo que vemos, y vemos, precisamente, cambios
constantes en la naturaleza.
Empédocles llegó a la conclusión de que lo que había que
rechazar era la idea de que hay un solo elemento. Ni el agua ni el
aire son capaces, por sí solos, de convertirse en un rosal o en
una mariposa, razón por la cual resulta imposible que la
naturaleza sólo tenga un elemento.
Empédocles pensaba que la naturaleza tiene en total cuatro
elementos o «raíces», como él los llama. Llamó a esas cuatro
raíces tierra, aire, fuego y agua.
Todos los cambios de la naturaleza se deben a que estos cuatro
elementos se mezclan y se vuelven a separar, pues todo está
compuesto de tierra, aire, fuego y agua, pero en distintas
proporciones de mezcla. Cuando muere una flor o un animal, los
cuatro elementos vuelven a separarse. Éste es un cambio que
podemos observar con los ojos. Pero la tierra y el aire, el fuego y
el agua quedan completamente inalterados o intactos con todos
esos cambios en los que participan. Es decir, que no es cierto que
«todo» cambia (en contra de Heráclito). En realidad, no hay nada
que cambie, lo que ocurre es, simplemente, que cuatro elementos
diferentes se mezclan y se separan, para luego volver a
mezclarse.
Podríamos compararlo con un pintor artístico: si tiene sólo un
color –por ejemplo el rojo- no puede pintar árboles verdes. Pero
si tiene amarillo, rojo, azul y negro, puede obtener hasta cientos
de colores, mezclándolos en distintas proporciones.
Un ejemplo de cocina demuestra lo mismo. Si sólo tuviera harina,
tendría que ser un mago para poder hacer un bizcocho. Pero si
tengo huevos y harina, leche y azúcar, entonces puedo hacer un
montón de tartas y bizcochos diferentes, con esas cuatro
materias primas.
No fue por casualidad el que Empédocles pensara que las
«raíces» de la naturaleza tuvieran que ser precisamente tierra,
aire, fuego y agua. Antes que él, otros filósofos habían intentado
mostrar por qué el elemento básico tendría que ser agua, aire o
fuego. Tales y Anaxímenes ya habían señalado el agua y el aire
como elementos importantes de la naturaleza. Los griegos
también pensaban que el fuego era muy importante. Observaban,
por ejemplo, la importancia del sol para todo lo vivo de la
naturaleza, y, evidentemente, conocían el calor del cuerpo
humano y animal.
Quizás Empédocles vio cómo ardía un trozo de madera; lo que
sucede entonces, es que algo se disuelve. Oímos cómo la madera
cruje y gorgotea. Es el agua. Algo se convierte en humo. Es el
aire. Vemos ese aire. Algo queda cuando el fuego se apaga. Es la
ceniza, o la tierra.
Empédocles señala, como hemos visto, que los cambios en la
naturaleza se deben a que las cuatro El mundo de Sofía
Jostein Gaarder
Índice
El jardín del Edén
El sombrero de copa
¿Qué es la filosofía?
Un ser extraño
Los mitos
La visión mítica del mundo
Los filósofos de la naturaleza
El proyecto de los filósofos
Los filósofos de la naturaleza
Tres filósofos de Mileto
Nada puede surgir de la nada
Todo fluye
Cuatro elementos
Algo de todo en todo
Demócrito
La teoría atómica
El destino
El destino
Ciencia de la historia y ciencia de la medicina
Sócrates
La filosofía en Atenas
El hombre en el centro
¿Quien era Sócrates?
El arte de conversar
Una voz divina
Un comodín en Atenas
Un conocimiento correcto conduce a acciones correctas
Atenas
Platón
La Academia de Platón
Lo eternamente verdadero, lo eternamente hermoso y lo eternamente bueno
El mundo de las ideas
El conocimiento seguro
Un alma inmortal
El camino que sube de la oscuridad de la caverna
El Estado filosófico
La Cabaña del Mayor
Aristóteles
Filósofo y científico
No hay ideas innatas
Las formas son las cualidades de las cosas
La causa final
Lógica
La escala de la naturaleza
Ética
Política
La mujer
El helenismo
El helenismo
Religión, filosofía y ciencia
Los cínicos
Los estoicos
Los epicúreos
El neoplatonismo
Misticismo
Las postales
Dos civilizaciones
Indoeuropeos
Los semitas
Israel
Jesús
Pablo
Credo
Post scriptum
La Edad Media
El Renacimiento
La época barroca
Descartes
Spinoza
Locke
Hume
Berkeley
Bjerkely
La Ilustración
Kant
El Romanticismo
Hegel
Kierkegaard
Marx
Darwin
Freud
Nuestra época
La fiesta en el jardín
Contrapunto
La gran explosión
El que no sabe llevar su contabilidad
por espacio de tres mil años
se queda como un ignorante en la oscuridad
y sólo vive al día
Goethe
El jardín del Edén
.... al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de
donde no había nada de nada...
Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera
parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían
hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era
como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba muy segura de
estar de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una
máquina.
Se habían despedido junto al hipermercado Sofía vivía al final de
una gran urbanización de chalets, y su camino al instituto, era casi
el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se encontrara en el
fin del mundo, pues más allá de jardín no había ninguna casa más.
Allí comenzaba el espeso bosque.
Giró para meterse por el Camino del Trébol. Al final hacía una
brusca curva que solían llamar Curva del Capitán. Aquí sólo había
gente los sábados y los domingos.
Era uno de los primeros días de mayo. En algunos jardines se veían
tupidas coronas de narcisos bajo los árboles frutales. Los abedules
tenían ya una fina capa de encaje verde.
¡Era curioso ver cómo todo empezaba a crecer y brotar en esta
época del año! ¿Cuál era la causa de que kilos y kilos de esa
materia vegetal verde saliera a chorros de la tierra inanimada en
cuanto las temperaturas subían y desaparecían los últimos restos de
nieve?
Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un
montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes
para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón
sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para
hacer los deberes.
A su padre le llegaba únicamente alguna que otra carta del banco,
pero no era un padre normal y corriente. El padre de Sofía era
capitán de un gran petrolero y estaba ausente gran parte del año.
Cuando pasaba en casa unas semanas seguidas, se paseaba por ella
haciendo la casa mas acogedora para Sofía y su madre. Por otra
parte, cuando estaba navegando resultaba a menudo muy distante.
Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.
«Sofía Amundsen», ponía en el pequeño sobre. «Camino del
Trébol 3. Eso era todo, no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía
sello.
En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre.
Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre
que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?
No ponía nada más. No traía ni saludos ni remitente, sólo esas dos
palabras escritas a mano con grandes interrogaciones.
Volvió a mirar el sobre. Pues sí, la carta era para ella. ¿Pero quién
la había dejado en el buzón?
Sofía se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta de la casa pintada
de rojo. Como de costumbre, al gato Sherekan le dio tiempo a salir
de entre los arbustos, dar un salto hasta la escalera y meterse por la
puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.
–¡Misi, misi, misi!
Cuando la madre de Sofía estaba de mal humor por alguna razón,
decía a veces que su hogar era como una casa de fieras, en otras
palabras, una colección de animales de distintas clases. Y por
cierto, Sofía estaba muy contenta con la suya. Primero le habían
regalado una pecera con los peces dorados Flequillo de Oro,
Caperucita Roja y Pedro el Negro. Luego tuvo los periquitos Cada
y Pizca, la tortuga Govinda y finalmente el gato atigrado Sherekan.
Había recibido todos estos animales como una especie de
compensación por parte de su madre, que volvía tarde del trabajo,
y de su padre, que tanto navegaba por el mundo.
Sofía se quitó la mochila y puso un plato con comida para
Sherekan. Luego se dejó caer sobre una banqueta de la cocina con
la misteriosa carta en la mano.
¿Quién eres?
En realidad no lo sabía. Era Sofía Amundsen, naturalmente, pero
¿quién era eso? Aún no lo había averiguado del todo.
¿Y si se hubiera llamado algo completamente distinto? Anne
Knutsen, por ejemplo. ¿En ese caso, habría sido otra?
De pronto se acordó de que su padre había querido que se llamara
Synnove. Sofía intentaba imaginarse que extendía la mano
presentándose como Synnove Amundsen, pero no, no servía. Todo
el tiempo era otra chica la que se presentaba.
Se puso de pie de un salto y entró en el cuarto de baño con la
extraña carta en la mano. Se coloco delante del espejo, y se miró
fijamente a sí misma.
–Soy Sofía Amundsen –dijo.
La chica del espejo no contestó ni con el más leve gesto. Hiciera lo
que hiciera Sofía, la otra hacia exactamente lo mismo. Sofía
intentaba anticiparse al espejo con un rapidísimo movimiento, pero
la otra era igual de rápida.
–¿Quién eres? –preguntó.
No obtuvo respuesta tampoco ahora, pero durante un breve instante
llegó a dudar de si era ella o la del espejo la que había hecho la
pregunta.
Sofía apretó el dedo índice contra la nariz del espejo y dijo:
–Tú eres yo:
Al no recibir ninguna respuesta, dio la vuelta a la pregunta y dijo:
–Yo soy tu.
Sofía Amundsen no había estado nunca muy contenta con su
aspecto. Le decían a menudo que tenía bonitos ojos almendrados,
pero seguramente se lo dirían porque su nariz era demasiado
pequeña y la boca un poco grande. Además, tenía las orejas
demasiado cerca de los ojos. Lo peor de todo era ese pelo liso que
resultaba imposible de arreglar. A veces su padre le acariciaba el
pelo llamándola la muchacha de los cabellos de lino», como la
pieza de música de Claude Debussy. Era fácil para él, que no
estaba condenado a tener ese pelo negro colgando durante toda su
vida. En el pelo de Sofía no servían ni el gel ni el spray.
A veces pensaba que le había tocado un aspecto tan extraño que se
preguntaba si no estaría mal hecha. Por lo menos había oído hablar
a su madre de un parto difícil. ¿Era realmente el parto lo que
decidía el aspecto que uno iba a tener?
¿No resultaba extraño el no saber quien era? ¿No era también
injusto no haber podido decidir su propio aspecto? Simplemente
había surgido así como así. A lo mejor podría elegir a sus amigos,
pero no se había elegido a sí misma. Ni siquiera había elegido ser
un ser humano.
¿Qué era un ser humano?
Sofía volvió a mirar a la chica del espejo.
–Creo que me subo para hacer los deberes de naturales –dijo, como
si quisiera disculparse. Un instante después, se encontraba en la
entrada.
No, prefiero salir al jardín, pensó.
–¡Misi, misi, misi, misi!
Sofía cogió al gato, lo sacó fuera y cerró la puerta tras ella.
Cuando se encontró en el caminito de gravilla con la misteriosa
carta en la mano, tuvo de repente una extraña sensación. Era como
si fuese una muñeca que por arte de magia hubiera cobrado vida.
¿No era extraño estar en el mundo en este momento, poder caminar
como por un maravilloso cuento?
Sherekan saltó ágilmente por la gravilla y se metió entre unos
tupidos arbustos de grosellas. Un gato vivo, desde los bigotes
blancos hasta el rabo juguetón en el extremo de su cuerpo liso.
También él estaba en el jardín, pero seguramente no era consciente
de ello de la misma manera que Sofía.
Conforme Sofía iba pensando en que existía, también le daba por
pensar en el hecho de que no se quedaría aquí eternamente.
Estoy en el mundo ahora, pensó. Pero un día habré desaparecido
del todo.
¿Habría alguna vida mas allá de la muerte? El gato ignoraría
también esa cuestión por completo?
La abuela de Sofía había muerto hacía poco. Casi a diario durante
medio año había pensado cuánto la echaba de menos. ¿No era
injusto que la vida tuviera que acabarse alguna vez?
En el camino de gravilla Sofía se quedó pensando. Intentó pensar
intensamente en que existía para de esa forma olvidarse de que no
se quedaría aquí para siempre. Pero resultó imposible. En cuanto se
concentraba en el hecho de que existía, inmediatamente surgía la
idea del fin de la vida. Lo mismo pasaba a la inversa: cuando había
conseguido tener una fuerte sensación de que un día desaparecería
del todo, entendía realmente lo enormemente valiosa que es la
vida. Era como la cara y la cruz de una moneda, una moneda a la
que daba vueltas constantemente. Cuanto más grande y nítida se
veía una de las caras, mayor y más nítida se veía también la otra.
La vida y la muerte eran como dos caras del mismo asunto.
No se puede tener la sensación de existir sin tener también la
sensación de tener que morir, pensó. De la misma manera, resulta
igualmente imposible pensar que uno va a morir, sin pensar al
mismo tiempo en lo fantástico que es vivir.
Sofía se acordó de que su abuela había dicho algo parecido el día
en que el médico le había dicho que estaba enferma. Hasta ahora
no he entendido lo valiosa que es la vida», había dicho.
¿No era triste que la mayoría de la gente tuviera que ponerse
enferma para darse cuenta de lo agradable que es vivir?
¿Necesitarían acaso una carta misteriosa en el buzón?
Quizás debiera mirar si había algo más en el buzón. Sofía corrió
hacia la verja y levantó la tapa verde. Se sobresaltó al descubrir un
sobre idéntico al primero. ¿Se había asegurado de mirar si el buzón
se había quedado vacío del todo la primera vez?
También en este sobre ponía su nombre. Abrió el sobre y sacó una
nota igual que la primera.
¿De dónde viene el mundo?, ponía.
No tengo la más remota idea, pensó Sofía. Nadie sabe esas cosas,
supongo. Y sin embargo, Sofía pensó que era una pregunta
justificada. Por primera vez en su vida pensó que casi no tenía
justificación vivir en un mundo sin preguntarse siquiera de dónde
venía ese mundo.
Las cartas misteriosas la habían dejado tan aturdida que decidió ir a
sentarse al Callejón.
El Callejón era el escondite secreto de Sofía. Solo iba allí cuando
estaba muy enfadada, muy triste o muy contenta. Ese día sólo
estaba confundida.
La casa roja estaba dentro de un gran jardín. Y en el jardín había
muchas partes, arbustos de bayas, diferentes frutales, un gran
césped con mecedora e incluso un pequeño cenador que el abuelo
le había construido a la abuela cuando perdió a su primer hijo, a las
pocas semanas de nacer. La pobre pequeña se llamaba Marie. En la
lápida ponía: «La pequeña Marie llegó, nos saludó y se dio la
vuelta.
En un rincón del jardín, detrás de todos los frambuesos, había una
maleza tupida donde no crecían ni flores ni frutales. En realidad,
era un viejo seto que servía de frontera con el gran bosque, pero
nadie lo había cuidado en los últimos veinte años, y se había
convertido en una maleza impenetrable. La abuela había contado
que el seto había dificultado el paso a las zorras que durante la
guerra venían a la caza de las gallinas que andaban sueltas por el
jardín.
Para todos menos para Sofía, el viejo seto resultaba tan inútil como
las jaulas de conejos dentro del jardín. Pero eso era porque no
conocían el secreto de Sofía.
Desde que Sofía podía recordar, había conocido la existencia del
seto. Al atravesarlo encogida, llegaba a un espacio grande y abierto
entre los arbustos. Era como una pequeña cabaña. Podía estar
segura de que nadie la encontraría allí.
Sofía se fue corriendo por el jardín con las dos cartas en la mano.
Se tumbó para meterse por el seto. El Callejón era tan grande que
casi podía estar de pie, pero ahora se sentó sobre unas gruesas
raíces. Desde allí podía mirar hacia fuera a través de un par de
minúsculos agujeros entre las ramas y las hojas. Aunque ninguno
de los agujeros era mayor que una moneda de cinco coronas, tenía
una especie de vista panorámica de todo el jardín. De pequeña, le
gustaba observar a sus padres cuando andaban buscándola entre los
árboles.
A Sofía el jardín siempre le había parecido un mundo en sí. Cada
vez que oía hablar del jardín del Edén en el Génesis, se imaginaba
sentada en su Callejón contemplando su propio paraíso.
«¿De dónde viene el mundo?»
Pues no lo sabía. Sofía sabía que la Tierra no era sino un pequeño
planeta en el inmenso universo. ¿Pero de dónde venía el universo?
Podría ser, naturalmente, que el universo hubiera existido siempre;
en ese caso, no sería preciso buscar una respuesta sobre su
procedencia. ¿Pero podía existir algo desde siempre? Había algo
dentro de ella que protestaba contra eso. Todo lo que es, tiene que
haber tenido un principio, ¿no? De modo que el universo tuvo que
haber nacido en algún momento de algo distinto.
Pero si el universo hubiera nacido de repente de otra cosa, entonces
esa otra cosa tendría a su vez que haber nacido de otra cosa. Sofía
entendió que simplemente había aplazado el problema. Al fin y al
cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde no había
nada de nada. ¿Pero era eso posible? ¿No resultaba eso tan
imposible como pensar que el mundo había existido siempre?
En el colegio aprendían que Dios había creado el mundo, y ahora
Sofía intentó aceptar esa solución al problema como la mejor. Pero
volvió a pensar en lo mismo. Podía aceptar que Dios había creado
el universo, pero y el propio Dios, ¿qué? ¿Se creó él a sí mismo
partiendo de la nada? De nuevo había algo dentro de ella que se
rebelaba. Aunque Dios seguramente pudo haber creado esto y
aquello, no habría sabido crearse a si mismo sin tener antes un sí
mismo» con lo que crear. En ese caso, sólo quedaba una
posibilidad: Dios había existido siempre. ¡Pero si ella ya había
rechazado esa posibilidad! Todo lo que existe tiene que haber
tenido un principio.
–¡Caray!
Vuelve a abrir los dos sobres.
¿Quién eres?
¿De dónde viene el mundo?»
¡Qué preguntas tan maliciosas! ¿Y de dónde venían las dos cartas?
Eso era casi igual de misterioso
¿Quién había arrancado a Sofía de lo cotidiano para de repente
ponerla ante los grandes enigmas del universo?
Por tercera vez Sofía se fue al buzón.
El cartero acababa de dejar el correo del día. Sofía recogió un
grueso montón de publicidad, periódicos y un par de cartas para su
madre. También había una postal con la foto de una playa del sur.
Dio la vuelta a la postal. Tenía sellos noruegos y un sello en el que
ponía Batallón de las Naciones Unidas». ¿Sería de su padre? ¿Pero
no estaba en otro sitio? Además, no era su letra.
Sofía notó que se le aceleraba el pulso al leer el nombre del
destinatario: Hilde Moller Knag c/o Sofía Amundsen, Camino del
Trébol 3...”. La dirección era la correcta. La postal decía:
Querida Hilde: Te felicito de todo corazón por tu decimoquinto
cumpleaños. Cómo puedes ver, quiero hacerte un regalo con el que
podrás crecer. Perdóname por enviar la postal a Sofía. Resulta
más fácil así.
Con todo cariño, papá.
Sofía volvió corriendo a la cocina. Sentía como un huracán dentro
de ella.
¿Quién era esa Hilde que cumplía quince años poco más de un mes
antes del día en que también ella cumplía quince años?
Sofía cogió la guía telefónica de la entrada. Había muchos Møller
Knag.
Volvió a estudiar la misteriosa postal. Sí, era autentica, con sello y
matasellos.
¿Porqué un padre iba a enviar una felicitación a la dirección de
Sofía cuando estaba clarísimo que iba destinada a otra persona?
¿Qué padre privaría a su hija de la ilusión de recibir una tarjeta de
cumpleaños enviándola a otras señas? ¿Por qué resultaba «más
fácil así»! Y ante todo: ¿cómo encontraría a Hilde?
De esta manera Sofía tuvo otro problema más en que meditar.
Intentó ordenar sus pensamientos de nuevo:
Esa tarde, en el transcurso de un par de horas, se había encontrado
con tres enigmas. Uno era quién había metido los dos sobres
blancos en su buzón. El segundo era aquellas difíciles preguntas
que presentaban esas cartas. El tercer enigma era quien era Hilde
Møller Knag y por qué Sofía había recibido una felicitación de
cumpleaños para aquella chica desconocida. (15)
Estaba segura de que los tres enigmas estaban, de alguna manera,
relacionados entre si, porque justo hasta ese día había tenido una
vida completamente normal.
El sombrero de copa
... lo único que necesitamos para convertirnos en buenos
filósofos es la capacidad de asombro...
Sofía dio por sentado que la persona que había escrito las cartas
anónimas volvería a ponerse en contacto con ella. Mientras tanto,
optó por no decir nada a nadie sobre este asunto.
En el instituto le resultaba difícil concentrarse en lo que decía el
profesor; le parecía que sólo hablaba de cosas sin importancia.
¿Porqué no hablaba de lo que es el ser humano, o de lo que es el
mundo y de cual fue su origen?
Tuvo una sensación que jamás había tenido antes: en el instituto y
en todas partes la gente se interesaba solo por cosas más o menos
fortuitas. Pero también había algunas cuestiones grandes y difíciles
cuyo estudio era mucho mas importante que las asignaturas
corrientes del colegio.
¿Conocía alguien las respuestas a preguntas de ese tipo? A Sofía, al
menos, le parecía mas importante pensar en ellas que estudiarse de
memoria los verbos irregulares.
Cuando sonó la campana al terminar la ultima clase, salió tan
deprisa del patio que Jorunn tuvo que correr para alcanzarla.
Al cabo de un rato Jorunn dijo:
–¿Vamos a jugar a las cartas esta tarde?
Sofía se encogió de hombros.
–Creo que ya no me interesa mucho jugar a las cartas.
Jorunn puso una cara como si se hubiese caído la luna.
–¿Ah, no? ¿Quieres que juguemos al badmington?
Sofía mira fijamente al asfalto y luego a su amiga.
–Creo que tampoco me interesa mucho el badmington.
–¡Pues vale!
Sofía detectó una sombra de amargura en la voz de Jorunn.
–¿Me podrías decir entonces qué es lo que tan de repente es mucho
más importante?
Sofía negó con la cabeza.
–Es... es un secreto.
–¡Bah! ¡Seguro que te has enamorado!
Anduvieron un buen rato sin decir nada. Cuando llegaron al campo
de fútbol, Jorunn dijo:
–Cruzo por el campo.
«Por el campo.»Ese era el camino más rápido para Jorunn, el que
tomaba sólo cuando tenía que irse rápidamente a casa para llegar a
alguna reunión o al dentista.
Sofía se sentía triste por haber herido a su amiga. ¿Pero qué podría
haberle contestado? ¿Qué de repente le interesaba tanto quién era y
de donde surge el mundo que no tenía tiempo de jugar al
badmington? ¿Lo habría entendido su amiga?
¿Por qué tenía que ser tan difícil interesarse por las cuestiones más
importantes y, de alguna manera, más corrientes de todas?
Al abrir el buzón notó que el corazón le latía más deprisa. Al
principio, solo encontró una carta del banco v unos grandes sobres
amarillos para su madre. ¡Qué pena! Sofía había esperado ansiosa
una nueva carta del remitente desconocido.
Al cerrar la puerta de la verja, descubrió su nombre en uno de los
sobres grandes. Al dorso, por donde se abría, ponía:Curso de
filosofía. Trátese con mucho cuidado .
Sofía corrió por el camino de gravilla y dejó su mochila en la
escalera. Metió las demás cartas bajo el felpudo, salió corriendo al
jardín y buscó refugio en el Callejón. Ahí tenía que abrir el sobre
grande.
Sherekan vino corriendo detrás, pero no importaba. Sofía estaba
segura de que el gato no se chivaría.
En el sobre había tres hojas grandes escritas a maquina y unidas
con un clip. Sofía empezó a leer.
¿Qué es la filosofía?
Querida Sofía. Muchas personas tienen distintos hobbies. Unas
coleccionan monedas antiguas o sellos, a otras les gustan las
labores, y otras emplean la mayor parte de su tiempo libre en la
práctica de algún deporte.
A muchas les gusta también la lectura. Pero lo que leemos es
muy variado. Unos leen sólo periódicos o cómics, a algunos les
gustan las novelas, y otros prefieren libros sobre distintos
temas, tales como la astronomía, la fauna o los inventos
tecnológicos.
Aunque a mí me interesen los caballos o las piedras preciosas,
no puedo exigir que todos los demás tengan los mismos
intereses que yo. Si sigo con gran interés todas las emisiones
deportivas en la televisión, tengo que tolerar que otros opinen
que el deporte es aburrido
¿Hay, no obstante, algo que debería interesar a todo el mundo?
¿Existe algo que concierna a todos los seres humanos,
independientemente de quiénes sean o de en qué parte del
mundo vivan? Sí, querida Sofía, hay algunas cuestiones que
deberían interesar a todo el mundo. Sobre esas cuestiones trata
este curso.
¿Qué es lo más importante en la vida? Si preguntamos a una
persona que se encuentra en el límite del hambre, la respuesta
será comida. Si dirigimos la misma pregunta a alguien que tiene
frío, la respuesta será calor. Y si preguntamos a una persona que
se siente sola, la respuesta seguramente será estar con otras
personas.
Pero con todas esas necesidades cubiertas, ¿hay todavía algo que
todo el mundo necesite? Los filósofos opinan que sí. Opinan que
el ser humano no vive sólo de pan. Es evidente que todo el
mundo necesita comer. Todo el mundo necesita también amor y
cuidados. Pero aún hay algo más que todo el mundo necesita.
Necesitamos encontrar una respuesta a quién somos y por qué
vivimos.
Interesarse por el por qué vivimos no es, por lo tanto, un interés
tan fortuito o tan casual como, por ejemplo, coleccionar sellos.
Quien se interesa por cuestiones de ese tipo está preocupado
por algo que ha interesado a los seres humanos desde que viven
en este planeta. El cómo ha nacido el universo, el planeta y la
vida aquí, son preguntas más grandes y más importantes que
quién ganó más medallas de oro en los últimos juegos olímpicos
de invierno.
La mejor manera de aproximarse a la filosofía es plantear
algunas preguntas filosóficas:
¿Cómo se creó el mundo? ¿Existe alguna voluntad o intención
detrás de lo que sucede? ¿Hay otra vida después de la muerte?
¿Cómo podemos solucionar problemas de ese tipo? Y, ante todo:
¿cómo debemos vivir?
En todas las épocas, los seres humanos se han hecho preguntas
de este tipo. No se conoce ninguna cultura que no se haya
preocupado por saber quiénes son los seres humanos y de
dónde procede el mundo.
En realidad, no son tantas las preguntas filosóficas que podemos
hacernos. Ya hemos formulado algunas de las más importantes.
No obstante, la historia nos muestra muchas respuestas
diferentes a cada una de las preguntas que nos hemos hecho.
Vemos, pues, que resulta más fácil hacerse preguntas filosóficas
que contestarlas.
También hoy en día cada uno tiene que buscar sus propias
respuestas a esas mismas preguntas. No se puede consultar una
enciclopedia para ver si existe Dios o si hay otra vida después de
la muerte. La enciclopedia tampoco nos proporciona una
respuesta a cómo debemos vivir. No obstante, a la hora de
formar nuestra propia opinión sobre la vida, puede resultar de
gran ayuda leer lo que otros han pensado.
La búsqueda de la verdad que emprenden los filósofos podría
compararse, quizás, con una historia policíaca. Unos opinan que
Andersen es el asesino, otros creen que es Nielsen o Jepsen.
Cuando se trata de un verdadero misterio policíaco, puede que la
policía llegue a descubrirlo algún día. Por otra parte, también
puede ocurrir que nunca lleguen a desvelar el misterio. No
obstante, el misterio sí tiene una solución.
Aunque una pregunta resulte difícil de contestar puede, sin
embargo, pensarse que tiene una, y sólo una respuesta correcta.
O existe una especie de vida después de la muerte, o no existe.
A través de los tiempos, la ciencia ha solucionado muchos
antiguos enigmas. Hace mucho era un gran misterio saber cómo
era la otra cara de la luna. Cuestiones como ésas eran
difícilmente discutibles; la respuesta dependía de la imaginación
de cada uno. Pero, hoy en día, sabemos con exactitud cómo es la
otra cara de la luna. Ya no se puede «creer que hay un hombre en
la luna, o que la luna es un queso.
Uno de los viejos filósofos griegos que vivió hace más de dos mil
años pensaba que la filosofía surgió debido al asombro de los
seres humanos. Al ser humano le parece tan extraño existir que
las preguntas filosóficas surgen por sí solas, opinaba él.
Es como cuando contemplamos juegos de magia: no entendemos
cómo puede haber ocurrido lo que hemos visto. Y entonces nos
preguntamos justamente eso: ¿cómo ha podido convertir el
prestidigitador un par de pañuelos de seda blanca en un conejo
vivo?
A muchas personas, el mundo les resulta tan inconcebible como
cuando el prestidigitador saca un conejo de ese sombrero de
copa que hace un momento estaba completamente vacío.
En cuanto al conejo, entendemos que el prestidigitador tiene que
habernos engañado. Lo que nos gustaría desvelar es cómo ha
conseguido engañarnos. Tratándose del mundo, todo es un poco
diferente. Sabemos que el mundo no es trampa ni engaño, pues
nosotros mismos andamos por la Tierra formando una parte del
mismo. En realidad, nosotros somos el conejo blanco que se saca
del sombrero de copa. La diferencia entre nosotros y el conejo
blanco es simplemente que el conejo no tiene sensación de
participar en un juego de magia. Nosotros somos distintos.
Pensamos que participamos en algo misterioso y nos gustaría
desvelar ese misterio.
P. D. En cuanto al conejo blanco, quizás convenga compararlo con
el universo entero. Los que vivimos aquí somos unos bichos
minúsculos que vivimos muy dentro de la piel del conejo. Pero
los filósofos intentan subirse por encima de uno de esos fines
pelillos para mirar a los ojos al gran prestidigitador.
¿Me sigues, Sofía? Continúa.
Sofía estaba agotada. ¿Si le seguía? No recordaba haber respirado
durante toda la lectura.
¿Quién había traído la carta? ¿Quién, quién?
No podía ser la misma persona que había enviado la postal a Hilde
Møller Knag, pues la postal llevaba sello y matasellos. El sobre
amarillo había sido metido directamente en el buzón, igual que los
dos sobres blancos.
Sofía miró el reloj. Sólo eran las tres menos cuarto. Faltaban casi
dos horas para que su madre volviera del trabajo.
Sofía salió de nuevo al jardín y se fue corriendo hacia el buzón. ¿Y
si había algo más?
Encontró otro sobre amarillo con su nombre. Miró a su alrededor,
pero no vio a nadie. Se fue corriendo hacia donde empezaba el
bosque y miró fijamente al sendero.
Tampoco ahí se veía un alma.
De repente, le pareció oír el crujido de alguna rama en el interior
del bosque. No estaba totalmente segura, sería imposible, de todos
modos, correr detrás si alguien intentaba escapar.
Sofía se metió en casa de nuevo y dejó la mochila y el correo para
su madre. Subió deprisa a su habitación, sacó la caja grande donde
guardaba las piedras bonitas, las echó al suelo y metió los dos
sobres grandes en la caja. Luego volvió al jardín con la caja en los
brazos. Antes de irse, sacó comida para Sherekan.
De vuelta en el Callejón, abrió el sobre y sacó varias nuevas hojas
escritas a maquina. Empezó a leer.
Un ser extraño
Aquí estoy de nuevo. Como ves, este curso de filosofía llegará en
pequeñas dosis. He aquí unos comentarios más de introducción.
¿Dije ya que lo único que necesitamos para ser buenos filósofos
es la capacidad de asombro? Si no lo dije, lo digo ahora: LO
ÚNICO QUE NECESITAMOS PARA SER BUENOS FILÓSOFOS ES LA
CAPACIDAD DE ASOMBRO.
Todos los niños pequeños tienen esa capacidad. No faltaría más.
Tras unos cuantos meses, salen a una realidad totalmente nueva.
Pero conforme van creciendo, esa capacidad de asombro parece
ir disminuyendo. ¿A qué se debe? ¿Conoce Sofía Amundsen la
respuesta a esta pregunta?
Veamos: si un recién nacido pudiera hablar, seguramente diría
algo de ese extraño mundo al que ha llegado. Porque, aunque el
niño no sabe hablar, vemos cómo señala las cosas de su
alrededor y cómo intenta agarrar con curiosidad las cosas de la
habitación.
Cuando empieza a hablar, el niño se para y grita «guau, guau»
cada vez que ve un perro. Vemos cómo da saltos en su cochecito,
agitando los brazos y gritando «guau, guau, guau, guau». Los que
ya tenemos algunos años a lo mejor nos sentimos un poco
agobiados por el entusiasmo del niño. «Sí, sí, es un guau, guau»,
decimos, muy conocedores del mundo, «tienes que estarte
quietecito en el coche». No sentimos el mismo entusiasmo.
Hemos visto perros antes.
Quizás se repita este episodio de gran entusiasmo unas
doscientas veces, antes de que el niño pueda ver pasar un perro
sin perder los estribos. O un elefante o un hipopótamo. Pero
antes de que el niño haya aprendido a hablar bien, y mucho antes
de que aprenda a pensar filosóficamente, el mundo se ha
convertido para él en algo habitual.
¡Una pena, digo yo!
Lo que a mí me preocupa es que tú seas de los que toman el
mundo como algo asentado, querida Sofía. Para asegurarnos,
vamos a hacer un par de experimentos mentales, antes de iniciar
el curso de filosofía propiamente.
Imagínate que un día estás de paseo por el bosque. De pronto
descubres una pequeña nave espacial en el sendero delante de ti.
De la nave espacial sale un pequeño marciano que se queda
parado, mirándote fríamente.
¿Qué habrías pensado tú en un caso así? Bueno, eso no importa,
¿pero se te ha ocurrido alguna vez pensar que tu misma eres una
marciana?
Es cierto que no es muy probable que te vayas a topar con un ser
de otro planeta. Ni siquiera sabemos si hay vida en otros
planetas. Pero puede ocurrir que te topes contigo misma. Puede
que de pronto un día te detengas, y te veas de una manera
completamente nueva. Quizás ocurra precisamente durante un
paseo por el bosque.
Soy un ser extraño, pensarás. Soy un animal misterioso.
Es como si te despertaras de un larguísimo sueño, como la Bella
Durmiente. ¿Quién soy?, te preguntarás. Sabes que gateas por un
planeta en el universo. ¿Pero qué es el universo?
Si llegas a descubrirte a ti misma de ese modo, habrás
descubierto algo igual de misterioso que aquel marciano que
mencionamos hace un momento. No sólo has visto un ser del
espacio, sino que sientes desde dentro que tú misma eres un ser
tan misterioso como aquél.
¿Me sigues todavía, Sofía? Hagamos otro experimento mental.
Una mañana, la madre, el padre y el pequeño Tomas, de dos o
tres años, están sentados en la cocina desayunando. La madre se
levanta de la mesa y va hacia la encimera, y entonces el padre
empieza, de repente, a flotar bajo el techo, mientras Tomás se le
queda mirando.
¿Qué crees que dice Tomás en ese momento? Quizás señale a su
papá y diga: «¡Papá está flotando!».
Tomás se sorprendería, naturalmente, pero se sorprende muy a
menudo. Papá hace tantas cosas curiosas que un pequeño vuelo
por encima de la mesa del desayuno no cambia mucho las cosas
para Tomás. Su papá se afeita cada día con una extraña
maquinilla, otras veces trepa hasta el tejado para girar la antena
de la tele, o mete la cabeza en el motor de un coche y la saca
negra.
Ahora le toca a mamá. Ha oído lo que acaba de decir Tomás y se
vuelve decididamente. ¿Cómo reaccionará ella ante el
espectáculo del padre volando libremente por encima de la mesa
de la cocina?
Se le cae instantáneamente el frasco de mermelada al suelo y
grita de espanto. Puede que necesite tratamiento médico cuando
papá haya descendido nuevamente a su silla. (¡Debería saber que
hay que estar sentado cuando se desayuna!)
¿Por qué crees que son tan distintas las reacciones de Tomás y
las de su madre? Tiene que ver con el hábito.
(¡Toma nota de esto!) La madre ha aprendido que los seres
humanos no saben volar. Tomás no lo ha aprendido. El sigue
dudando de lo que se puede y no se puede hacer en este mundo.
¿Pero y el propio mundo, Sofía? ¿Crees que este mundo puede
flotar? ¿También este mundo está volando libremente?
Lo triste es que no sólo nos habituamos a la ley de la gravedad
conforme vamos haciéndonos mayores. Al mismo tiempo, nos
habituamos al mundo tal y como es.
Es como si durante el crecimiento perdiéramos la capacidad de
dejarnos sorprender por el mundo. En ese caso, perdemos algo
esencial, algo que los filósofos intentan volver a despertar en
nosotros. Porque hay algo dentro de nosotros mismos que nos
dice que la vida en sí es un gran enigma.
Es algo que hemos sentido incluso mucho antes de aprender a
pensarlo.
Puntualizo: aunque las cuestiones filosóficas conciernen a todo
el mundo, no todo el mundo se convierte en filósofo. Por
diversas razones, la mayoría se aferra tanto a lo cotidiano que el
propio asombro por la vida queda relegado a un segundo plano.
(Se adentran en la piel del conejo, se acomodan y se quedan allí
para el resto de su vida.)
Para los niños, el mundo –y todo lo que hay en él- es algo nuevo,
algo que provoca su asombro. No es así para todos los adultos.
La mayor parte de los adultos ve el mundo como algo muy
normal.
Precisamente en este punto los filósofos constituyen una
honrosa excepción. Un filósofo jamás ha sabido habituarse del
todo al mundo. Para él o ella, el mundo sigue siendo algo
desmesurado, incluso algo enigmático y misterioso.
Por lo tanto, los filósofos y los niños pequeños tienen en común
esa importante capacidad. Se podría decir que un filósofo sigue
siendo tan susceptible como un niño pequeño durante toda la
vida.
De modo que puedes elegir, querida Sofía. ¿Eres una niña
pequeña que aún no ha llegado a ser la perfecta conocedora del
mundo? ¿O eres una filósofa que puede jurar que jamás lo
llegará a conocer?
Si simplemente niegas con la cabeza y no te reconoces ni en el
niño ni en el filósofo, es porque tú también te has habituado
tanto al mundo que te ha dejado de asombrar. En ese caso corres
peligro. Por esa razón recibes este curso de filosofía, es decir,
para asegurarnos. No quiero que tú justamente estés entre los
indolentes e indiferentes. Quiero que vivas una vida despierta.
Recibirás el curso totalmente gratis. Por eso no se te devolverá
ningún dinero si no lo terminas. No obstante, si quieres
interrumpirlo, tienes todo tu derecho a hacerlo. En ese caso,
tendrás que dejarme una señal en el buzón. Una rana viva estaría
bien. Tiene que ser algo verde también; de lo contrario, el cartero
se asustaría demasiado.
Un breve resumen: se puede sacar un conejo blanco de un
sombrero de copa vacío. Dado que se trata de un conejo muy
grande, este truco dura muchos miles de millones de años. En el
extremo de los finos pelillos de su piel nacen todas las criaturas
humanas. De esa manera son capaces de asombrarse por el
imposible arte de la magia. Pero conforme se van haciendo
mayores, se adentran cada vez más en la piel del conejo, y allí se
quedan. Están tan a gusto y tan cómodos que no se atreven a
volver a los finos pelillos de la piel. Solo los filósofos emprenden
ese peligroso viaje hacia los límites extremos del idioma y de la
existencia. Algunos de ellos se quedan en el camino, pero otros
se agarran fuertemente a los pelillos de la piel del conejo y
gritan a todos los seres sentados cómodamente muy dentro de la
suave piel del conejo, comiendo y bebiendo estupendamente:
–Damas y caballeros –dicen–. Flotamos en el vacío.
Pero esos seres de dentro de la piel no escuchan a los filósofos.
–¡Ah, qué pesados! –dicen.
Y continúan charlando como antes:
–Dame la mantequilla. ¿Cómo va la bolsa hoy? ¿A cómo están los
tomates? ¿Has oído que Lady Di espera otro hijo?
Cuando la madre de Sofía volvió a casa más tarde, Sofía se
encontraba en un estado de shock. La caja con las cartas del
misterioso filósofo se encontraban bien guardadas en el Callejón.
Sofía había intentado empezar a hacer sus deberes, por lo que se
quedó pensando y meditando sobre lo que había leído.
¡Había tantas cosas en las que nunca había pensado antes! Ya no
era una niña, pero tampoco era del todo adulta.
Sofía entendió que ya había empezado a adentrarse en la espesa
piel de ese conejo que se había sacado del negro sombrero de copa
del universo. Pero el filósofo la había detenido.
–El, –¿o sería ella?– la había agarrado fuertemente y la había
sacado hasta el pelillo de la piel donde había jugado cuando era
niña. Y ahí, en el extremo del pelillo, había vuelto a ver el mundo
como si lo viera por primera vez.
El filósofo la había rescatado; de eso no cabía duda. El
desconocido remitente de cartas la había salvado de la indiferencia
de la vida cotidiana.
Cuando su madre llegó a casa, sobre las cinco de la tarde, Sofía la
llevó al salón y la obligó a sentarse en un sillón.
–¿Mama, no te parece extraño vivir? –empezó.
La madre se quedó tan aturdida que no supo qué contestar. Sofía
solía estar haciendo los deberes cuando ella volvía del trabajo.
–Bueno –dijo–. A veces sí.
–¿A veces? Lo que quiero decir es si no te parece extraño que
exista un mundo.
–Pero, Sofía, no debes hablar así.
–¿Por qué no? ¿Entonces, acaso te parece el mundo algo
completamente normal?
–Pues claro que lo es. Por regla general, al menos.
Sofía entendió que el filósofo tenía razón. Para los adultos, el
mundo era algo asentado. Se habían metido de una vez por todas
en el sueño cotidiano de la Bella Durmiente.
–¡Bah! Simplemente estás tan habituada al mundo que te ha dejado
de asombrar –dijo.
–¿Qué dices?
–Digo que estás demasiado habituada al mundo. Completamente
atrofiada, vamos.
–Sofía, no te permito que me hables así.
–Entonces, lo diré de otra manera. Te has acomodado bien dentro
de la piel de ese conejo que acaba de ser sacado del negro
sombrero de copa del universo. Y ahora pondrás las patatas a
cocer, y luego leerás el periódico, y después de media hora de
siesta verás el telediario.
El rostro de la madre adquirió un aire de preocupación. Como
estaba previsto, se fue a la cocina a poner las patatas a hervir. Al
cabo de un rato, volvió a la sala de estar y ahora fue ella la que
empujó a Sofía hacia un sillón.
–Tengo que hablar contigo sobre un asunto –empezó a decir.
Por el tono de su voz, Sofía entendió que se trataba de algo serio.
–¿No te habrás metido en algo de drogas, hija mía?
Sofía se echó a reír, pero entendió por que esta pregunta había
surgido exactamente en esta situación.
–¡Estas loca! –dijo–. Las drogas te atrofian aún mas. Y no se dijo
nada más aquella tarde, ni sobre drogas, ni sobre el conejo blanco.
Los mitos
... un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y
del mal...
A la mañana siguiente, no había ninguna carta para Sofía en el
buzón. Pasó aburrida el largo día en el instituto, procurando ser
muy amable con Jorunn en los recreos. En el camino hacia casa,
comenzaron a hacer planes para una excursión con tienda de
campaña en cuanto se secara el bosque.
De nuevo se encontró delante del buzón. Primero abrió una carta
que llevaba un matasellos de México. Era una postal de su padre en
la que decía que tenía muchas ganas de ir a casa, y que había
ganado al Piloto jefe al ajedrez por primera vez. Y también que
casi había terminado los veinte kilos de libros que se había llevado
a bordo después de las vacaciones de invierno.
Y había, además, un sobre amarillo con el nombre de Sofía escrito.
Abrió la puerta de la casa y dejó dentro la cartera y el correo, antes
de irse corriendo al Callejón. Sacó nuevas hojas escritas a máquina
y comenzó a leer.
La visión mítica del mundo
¡Hola, Sofía! Tenemos mucho que hacer, de modo que empecemos
ya.
Por filosofía entendemos una manera de pensar totalmente
nueva que surgió en Grecia alrededor del año600 antes de Cristo.
Hasta entonces, habían sido las distintas religiones las que
habían dado a la gente las respuestas a todas esas preguntas
que se hacían. Estas explicaciones religiosas se transmitieron de
generación en generación a través de los mitos.
Un mito es un relato sobre dioses, un relato que pretende
explicar el principio de la vida.
Por todo el mundo ha surgido, en el transcurso de los milenios,
una enorme flora de explicaciones míticas a las cuestiones
filosóficas. Los filósofos griegos intentaron enseñar a los seres
humanos que no debían fiarse de tales explicaciones.
Para poder entender la manera de pensar de los primeros
filósofos, necesitamos comprender lo que quiere decir tener una
visión mítica del mundo. Utilizaremos como ejemplos algunas
ideas de la mitología nórdica; no hace falta cruzar el río para
coger agua.
Seguramente habrás oído hablar de Tor y su martillo.
Antes de que el cristianismo llegara a Noruega, la gente creía que
Tor viajaba por el cielo en un carro tirado por dos machos
cabríos.
Cuando agitaba su martillo, había truenos y rayos.
La palabra noruega «torden» (truenos) significa precisamente
eso, «ruidos de Tor».
Cuando hay rayos y truenos, también suele llover. La lluvia tenía
una importancia vital para los agricultores en la época vikinga;
por eso Tor fue adorado como el dios de la fertilidad.
Es decir: la respuesta mítica a por que llueve, era que Tor agitaba
su martillo; y, cuando llovía, todo crecía bien en el campo.
Resultaba en sí incomprensible cómo las plantas en el campo
crecían y daban frutos, pero los agricultores intuían que tenía
que ver con la lluvia. Y, además, todos creían que la lluvia tenía
algo que ver con Tor, lo que le convirtió en uno de los dioses
más importantes del Norte.
Tor también era importante en otro contexto, en un contexto que
tenía que ver con todo el concepto del mundo.
Los vikingos se imaginaban que el mundo habitado era una isla
constantemente amenazada por peligros externos. A esa parte
del mundo la llamaban Midgard (el patio en el medio), es decir, el
reino situado en el medio. En Midgard se encontraba además
Asgard (el patio de los dioses), que era el hogar de los dioses.
Fuera de Midgard estaba Urgard (el patio de fuera), es decir, el
reino que se encontraba fuera. Aquí vivían los peligrosos trolls
(gigantes), que constantemente intentaban destruir el mundo
mediante astutos trucos.
A esos monstruos malvados se les suele llamar “fuerzas del
caos”. Tanto en la religión nórdica como en la mayor parte de
otras culturas, los seres humanos tenían la sensación de que
había un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y
del mal.
Los trolls podían destruir Midgard raptando a la diosa de la
fertilidad, Freya. Si lo lograban, en los campos no crecería nada y
las mujeres no darían a luz. Por eso era tan importante que los
dioses buenos pudieran mantenerlos en jaque.
También en este sentido Tor jugaba un papel importante. Su
martillo no sólo traía la lluvia, sino que también era un arma
importante en la lucha contra las fuerzas peligrosas. El martillo
le daba un poder casi ilimitado. Por ejemplo, podía echarlo tras
los trolls y matarlos. Y además, no tenía que tener miedo de
perderlo, porque funcionaba como un bumerán, y siempre volvía
a él.
He aquí la explicación mítica de cómo se mantiene la naturaleza,
y cómo se libra una constante lucha entre el bien y el mal. Y esas
explicaciones míticas eran precisamente las que los filósofos
rechazaban.
Pero no se trataba únicamente de explicaciones. La gente no
podía quedarse sentada de brazos cruzados esperando a que
interviniesen los dioses cuando amenazaban las desgracias –
tales como sequías o epidemias–. Las personas tenían que tomar
parte activa en la lucha contra el mal. Esta participación se
llevaba a cabo mediante distintos actos religiosos o ritos.
El acto religioso más importante en la época de la antigua
Noruega era el sacrificio, que se hacía con el fin de aumentar el
poder del dios. Los seres humanos tenían que hacer sacrificios a
los dioses para que éstos reuniesen fuerzas suficientes para
combatir a las fuerzas del caos. Esto se conseguía, por ejemplo,
mediante el sacrificio de un animal al dios en cuestión. Era
bastante corriente sacrificar machos cabríos a Tor. En lo que se
refiere a Odín, también se sacrificaban seres humanos.
El mito más conocido en Noruega lo conocemos por el poema
«Trymskvida» (La canción sobre Trym).
En él se cuenta que Tor se quedó dormido y que, cuando se
despertó, su martillo había desaparecido. Se enfureció tanto que
las manos le temblaban y la barba le vibraba. Acompañado por
su amigo Loke fue a preguntar a Freya si le dejaba sus alas para
que éste pudiera volar hasta Jotunheimen (el hogar de los
gigantes), con el fin de averiguar si eran los trolls los que le
habían robado el martillo. Allí Loke se encuentra con Trym, el rey
de los gigantes, que, en efecto, empieza a presumir de haber
robado el martillo y de haberlo escondido a ocho millas bajo
tierra. Y añade que no devolverá el martillo hasta que no logre
casarse con Freya.
¿Me sigues, Sofía? Los dioses buenos se encuentran de repente
ante un dramático secuestro: los trolls se han apoderado de su
arma defensiva más importante, lo que da lugar a una situación
insostenible. Mientras los trolls tengan en su poder el martillo de
Tor, tienen el poder total sobre el mundo de los dioses y de los
humanos. Y a cambio del martillo exigen a Freya. Pero tal
intercambio resulta igual de imposible: si los dioses tienen que
desprenderse de su diosa de la fertilidad, la que vela por todo lo
que es vida, la hierba en el campo se marchitará y los dioses y
los humanos morirán. Es decir, la situación no tiene salida. Si te
imaginas un grupo de terroristas amenazando con hacer explotar
una bomba atómica en el centro de París o de Londres, si no se
cumplen sus peligrosísimas exigencias, entiendes muy bien esta
historia.
El mito cuenta que Loke vuelve a Asgard, donde pide a Freya que
se vista de novia, porque hay que casarla con los trolls.
Desgraciadamente, Freya se enfada y dice que la gente pensará
que está loca por los hombres si accede a casarse con un troll.
Entonces al dios Heimdal se le ocurre una excelente idea. Sugiere
que disfracen a Tor de novia. Podrán atarle el pelo y ponerle
piedras en el pecho para que parezca una mujer. Evidentemente
a Tor no le hace muy feliz esta propuesta, pero entiende
finalmente que la única posibilidad que tienen los dioses de
recuperar el martillo es seguir el consejo de Heimdal.
Al final, Tor se viste de novia. Loke le va a acompañar como
dama de honor. «Vayamos las dos mujeres a Jotunheimen», dice
Loke.
Si prefieres un idioma más moderno, diríamos que Tor y Loke
son los «policías antiterroristas» de los dioses. Disfrazados de
mujeres deben meterse en el baluarte de los trolls para
recuperar el martillo de Tor.
En cuanto llegan a Jotunheimen, los trolls empiezan los
preparativos de la boda. Pero, durante la fiesta nupcial, la novia –
es decir Tor–, se come un buey entero y ocho salmones. También
se bebe tres barriles de cerveza. A Trym le extraña, y los
«soldados del comando» disfrazados están a punto de ser
descubiertos. Pero Loke consigue escapar de la peligrosa
situación. Dice que Freya no ha comido en ocho noches por la
enorme ilusión que le hacía ir a Jotunheimen.
Trym levanta el velo para besar a la novia, pero da un salto del
susto, al mirar dentro de los agudos ojos de Tor. También esta
vez es Loke el que salva la situación. Dice que la novia no ha
dormido en ocho noches por la enorme ilusión que le hacía la
boda. Entonces Trym ordena que se traiga el martillo y que se
ponga sobre las piernas de la novia, durante la ceremonia de la
boda.
Se cuenta que Tor se echó a reír cuando le llevaron su martillo.
Primero mató con él a Trym, y luego a toda la estirpe de los
gigantes. Y así el siniestro secuestro tuvo un final feliz.
Una vez más, Tor –el Batman o el James Bond de los dioses- había
vencido a las fuerzas del mal.
Hasta ahí el propio mito, Sofía. ¿Pero qué significa en realidad?
No creo que se haya inventado sólo por gusto. Con este mito se
pretende dar una explicación a algo. Ese algo podría ser lo
siguiente: cuando había sequías en el país, la gente necesitaba
una explicación de por qué no llovía. ¿Sería acaso porque los
dioses habían robado el martillo de Tor?
El mito puede querer dar también una explicación a los cambios
de estación del año: en invierno, la naturaleza muere porque el
martillo de Tor está en Jotunheimen. Pero, en primavera,
consigue recuperarlo. Así pues, el mito intenta dar a los seres
humanos respuestas a algo que no entienden.
Pero habría algo que explicar además del mito. A menudo, los
seres humanos realizaron distintos actos religiosos relacionados
con el mito. Podemos imaginarnos que la respuesta de los
humanos a sequías o a malos años sería representar el drama
que describía el mito. Quizá disfrazaban de novia a algún
hombre del pueblo –con piedras en lugar de pechos- para
recuperar el martillo que los trolls habían robado. De esta
manera, los seres humanos podían contribuir a que lloviera y a
que el grano creciera en el campo.
Conocemos muchos ejemplos de otras partes del mundo en los
que los seres humanos dramatizaban un «mito de estaciones»,
con el fin de acelerar los procesos de la naturaleza.
Sólo hemos echado un brevísimo vistazo al mundo de la
mitología nórdica. Existe un sinfín de mitos sobre Tor y Odín,
Frey y Freya, Hoder y Balder, y muchísimos otros dioses. Ideas
mitológicas de este tipo florecían por el mundo entero antes de
que los filósofos comenzaran a hurgar en ellas.
También los griegos tenían su visión mítica del mundo cuando
surgió la primera filosofía. Durante siglos, habían hablado de los
dioses de generación en generación.
En Grecia los dioses se llamaban Zeus y Apolo, Hera y Atenea,
Dionisio y Asclepio, Heracles y Hefesto, por nombrar algunos.
Alrededor del año 700 a. de C., gran parte de los mitos griegos
fueron plasmados por escrito por Homero y Hesíodo.
Con esto se creó una nueva situación. Al tener escritos los mitos,
se hizo posible discutirlos.
Los primeros filósofos griegos criticaron la mitología de Homero
sólo porque los dioses se parecían mucho a los seres humanos y
porque eran igual de egoístas y de poco fiar que nosotros. Por
primera vez se dijo que quizás los mitos no fueran más que
imaginaciones humanas.
Encontramos un ejemplo de esta crítica de los mitos en el
filósofo Jenófanes, (41) que nació en el 570 a. de C. «Los seres
humanos se han creado dioses a su propia imagen», decía.
«Creen que los dioses han nacido y que tienen cuerpo, vestidos e
idioma como nosotros. Los negros piensan que los dioses son
negros y chatos, los tracios los imaginan rubios y con ojos
azules. Incluso si los bueyes, caballos y leones hubiesen sabido
pintar, habrían representado dioses con aspecto de bueyes,
caballos y leones!»
Precisamente en esa época, los griegos fundaron una serie de
ciudades-estado (42) en Grecia y en las colonias griegas del sur
de Italia y en Eurasia. En estos lugares los esclavos hacían todo
el trabajo físico, y los ciudadanos libres podían dedicar su
tiempo a la política y a la vida cultural.
En estos ambientes urbanos evolucionó la manera de pensar de
la gente. Un solo individuo podía, por cuenta propia, plantear
cuestiones sobre cómo debería organizarse la sociedad. De esta
manera, el individuo también podía hacer preguntas filosóficas
sin tener que recurrir a los mitos heredados.
Decimos que tuvo lugar una evolución de una manera de pensar
mítica a un razonamiento basado en la experiencia y la razón. El
objetivo de los primeros filósofos era buscar explicaciones
naturales a los procesos de la naturaleza.
Sofía dio vueltas por el amplio jardín. Intentó olvidarse de todo lo
que había aprendido en el instituto. Especialmente importante era
olvidarse de lo que había leído en los libros de ciencias naturales.
Si se hubiera criado en ese jardín, sin saber nada sobre la
naturaleza, ¿cómo habría vivido ella entonces la primavera?
¿Habría intentado inventar una especie de explicación a por qué de
pronto un día comenzaba a llover? ¿Habría imaginado una especie
de razonamiento de cómo desaparecía la nieve y el sol iba
subiendo en el horizonte?
Sí, de eso estaba totalmente segura, y empezó a inventar e imaginar.
El invierno había sido como una garra congelada sobre el país
debido a que el malvado Muriat se había llevado presa a una fría
cárcel a la hermosa princesa Sikita. Pero, una mañana, llegó el
apuesto príncipe Bravato a rescatarla. Entonces Sikita se puso tan
contenta que comenzó a bailar por los campos, cantando una
canción que había compuesto mientras estaba en la fría cárcel.
Entonces la tierra y los árboles se emocionaron tanto que la nieve
se convirtió en lágrimas. Pero luego salió el sol y secó todas las
lagrimas. Los pájaros imitaron la canción de Sikita y, cuando la
hermosa princesa soltó su pelo dorado, algunos rizos cayeron al
suelo, donde se convirtieron en lirios del campo.
A Sofía le pareció que acababa de inventarse una hermosa historia.
Si no hubiera tenido conocimiento de otra explicación para el
cambio de las estaciones, habría acabado por creerse la historia que
se había inventado.
Comprendió que los seres humanos quizás hubieran necesitado
siempre encontrar explicaciones a los procesos de la naturaleza. A
lo mejor la gente no podía vivir sin tales explicaciones. Y entonces
inventaron todos los mitos en aquellos tiempos en que no había
ninguna ciencia.
Los filósofos de la naturaleza
... nada puede surgir de la nada...
Cuando su madre volvió del trabajo aquella tarde, Sofía estaba
sentada en el balancín del jardín, meditando sobre la posible
relación entre el curso de filosofía y esa Hilde Møller Knag que no
recibiría ninguna felicitación de su padre en el día de su
cumpleaños.
–¡Sofía! –la llamó su madre desde lejos–. ¡Ha llegado una carta
para ti!
El corazón le dio un vuelco. Ella misma había recogido el correo,
de modo que esa carta tenía que ser del filósofo. ¿Qué le podía
decir a su madre?
Se levantó lentamente del balancín y se acercó a ella.
–No lleva sello. A lo mejor es una carta de amor.
Sofía cogió la carta.
–¿No la vas a abrir?
¿Que podía decir?
–¿Has visto alguna vez a alguien abrir sus cartas de amor delante
de su madre?
Mejor que pensara que ésa era la explicación. Le daba muchísima
vergüenza, porque era muy joven para recibir cartas de amor, pero
le daría aún más vergüenza que se supiera que estaba recibiendo un
curso completo de filosofía por correspondencia, de un filósofo
totalmente desconocido y que incluso jugaba con ella al escondite.
Era uno de esos pequeños sobres blancos. En su habitación, Sofía
leyó tres nuevas preguntas escritas en la nota dentro del sobre:
¿Existe una materia primaria de la que todo lo demás está
hecho?
¿El agua puede convertirse en vino?
¿Cómo pueden la tierra y el agua convertirse en una rana?
A Sofía estas preguntas le parecieron bastante chifladas, pero las
estuvo dando vueltas durante toda la tarde. También al día
siguiente, en el instituto, volvió a meditar sobre ellas, una por una.
¿Existiría una materia primaria,, de la que estaba hecho todo lo
demás? Pero si existiera una materia de la que estaba hecho todo el
mundo, ¿cómo podía esta materia única convertirse de pronto en
una flor o, por que no, en un elefante?
La misma objeción era válida para la pregunta de si el agua podía
convertirse en vino. Sofía había oído el relato de Jesús, que
convirtió el agua en vino, pero nunca lo había entendido
literalmente. Y si Jesús verdaderamente hubiese hecho vino del
agua se trataría más bien de un milagro y no de algo que fuera
realmente posible. Sofía era consciente de que tanto el vino como
casi todo el resto de la naturaleza contiene mucha agua. Pero
aunque un pepino contuviera un 95% de agua, tendría que contener
también alguna otra cosa para ser precisamente un pepino y no sólo
agua.
Luego estaba lo de la rana. Le llamaba la atención que su profesor
de filosofía se interesara tanto por las ranas. Sofía podía estar de
acuerdo en que una rana estuviese compuesta de tierra y agua, pero
la tierra no podía estar compuesta entonces por una sola sustancia.
Si la tierra estuviera compuesta por muchas materias distintas,
podría evidentemente pensarse que tierra y agua conjugadas
pudieran convertirse en rana; siempre y cuando la tierra y el agua
pasaran por el proceso del huevo de rana y del renacuajo, porque
una rana no puede crecer así como así en una huerta, por mucho
esmero que ponga el horticultor al regarla.
Al volver del instituto aquel día, Sofía se encontró con otro sobre
para ella en el buzón. Se refugió en el Callejón, como lo había
hecho los días anteriores.
El proyecto de los filósofos
¡Ahí estás de nuevo! Pasemos directamente a la lección de hoy,
sin pasar por conejos blancos y cosas así.
Te contaré a grandes rasgos cómo han meditado los seres
humanos sobre las preguntas filosóficas desde la antigüedad
griega hasta hoy. Pero todo llegará a su debido tiempo.
Debido a que esos filósofos vivieron en otros tiempos y quizás
en una cultura totalmente diferente a la nuestra, resulta a
menudo práctico averiguar cuál fue el proyecto de cada uno. Con
ello quiero decir que debemos intentar captar qué es lo que
precisamente ese filósofo tiene tanto interés en solucionar. Un
filósofo puede interesarse por el origen de las plantas y los
animales. Otro puede querer averiguar si existe un dios o si el
ser humano tiene un alma inmortal.
Cuando logremos extraer cuál es el «proyecto, de un
determinado filósofo, resultará más fácil seguir su manera de
pensar. Pues un solo filósofo no está obsesionado por todas las
preguntas filosóficas.
Siempre digo «él», cuando hablo de los filósofos, y eso se debe a
que la historia de la filosofía está marcada por los hombres, ya
que a la mujer se la ha reprimido como ser pensante debido a su
sexo. Es una pena porque, con ello, se ha perdido una serie de
experiencias importantes. Hasta nuestro propio siglo, la mujer no
ha entrado de lleno en la historia de la filosofía.
No te pondré deberes, al menos no complicados ejercicios de
matemáticas. En este momento, la conjugación de los verbos
ingleses está totalmente fuera del ámbito de mi interés. Pero de
vez en cuando, te pondré un pequeño ejercicio de alumno.
Si aceptas estas condiciones, podemos ponernos en marcha.
Los filósofos de la naturaleza
A los primeros filósofos de Grecia se les suele llamar «filósofos
de la naturaleza» porque, ante todo, se interesaban por la
naturaleza y por sus procesos.
Ya nos hemos preguntado de dónde procedemos. Muchas
personas hoy en día se imaginan más o menos que algo habrá
surgido, en algún memento, de la nada. Esta idea no era tan
corriente entre los griegos.
Por alguna razón daban por sentado que ese «algo» había
existido siempre.
Vemos, pues, que la gran pregunta no era cómo todo pudo surgir
de la nada. Los griegos se preguntaban, más bien, cómo era
posible que el agua se convirtiera en peces vivos y la tierra
inerte en grandes árboles o en flores de colores encendidos. ¡Por
no hablar de cómo un niño puede ser concebido en el seno de su
madre!
Los filósofos veían con sus propios ojos cómo constantemente
ocurrían cambios en la naturaleza. ¿Pero cómo podían ser
posibles tales cambios? ¿Cómo podía algo pasar de ser una
sustancia para convertirse en algo completamente distinto, en
vida, por ejemplo?
Los primeros filósofos tenían en común la creencia de que existía
una materia primaria, que era el origen de todos los cambios. No
resulta fácil saber cómo llegaron a esa conclusión, sólo sabemos
que iba surgiendo la idea de que tenía que haber una sola
materia primaria que, más o menos, fuese el origen de todos los
cambios sucedidos en la naturaleza. Tenía que haber «algo» de lo
que todo procedía y a lo que todo volvía.
Lo más interesante para nosotros no es saber cuáles fueron las
respuestas a las que llegaron esos primeros filósofos, sino qué
preguntas se hacían y qué tipo de respuestas buscaban. Nos
interesa más el como pensaban que precisamente lo que
pensaban.
Podemos constatar que hacían preguntas sobre cambios visibles
en la naturaleza. Intentaron buscar algunas leyes naturales
constantes. Querían entender los sucesos de la naturaleza sin
tener que recurrir a los mitos tradicionales. Ante todo, intentaron
entender los procesos de la naturaleza estudiando la misma
naturaleza. ¡Es algo muy distinto a explicar los relámpagos y los
truenos, el invierno y la primavera con referencias a sucesos
mitológicos!
De esta manera, la filosofía se independizó de la religión.
Podemos decir que los filósofos de la naturaleza dieron los
primeros pasos hacia una manera científica de pensar,
desencadenando todas las ciencias naturales posteriores.
La mayor parte de lo que dijeron y escribieron los filósofos de la
naturaleza se perdió para la posteridad. Lo poco que conocemos
lo encontramos en los escritos de Aristóteles, que vivió un par de
siglos después de los primeros filósofos. Aristóteles sólo se
refiere a los resultados a que llegaron los filósofos que le
precedieron, lo que significa que no podemos saber siempre
cómo llegaron a sus conclusiones. Pero sabemos suficiente como
para constatar que el proyecto de los primeros filósofos griegos
abarcaba preguntas en torno a la materia primaria y a los
cambios en la naturaleza.
Tres filósofos de Mileto
El primer filósofo del que oímos hablar es Tales, de la colonia de
Mileto, en Asia Menor. Viajó mucho por el mundo. Se cuenta de él
que midió la altura de una pirámide en Egipto, teniendo en
cuenta la sombra de la misma, en el momento en que su propia
sombra medía exactamente lo mismo que él. También se dice
que supo predecir mediante cálculos matemáticos un eclipse
solar en el año 585 antes de Cristo.
Tales opinaba que el agua es el origen de todas las cosas. No
sabemos exactamente lo que quería decir con eso. Quizás
opinara que toda clase de vida tiene su origen en el agua, y que
toda clase de vida vuelve a convertirse en agua cuando se
disuelve.
Estando en Egipto, es muy probable que viera cómo todo crecía
en cuanto las aguas del Nilo se retiraban de las regiones de su
delta. Quizás también viera cómo, tras la lluvia, iban apareciendo
ranas y gusanos.
Además, es probable que Tales se preguntara cómo el agua
puede convertirse en hielo y vapor, y luego volver a ser agua de
nuevo.
Al parecer, Tales también dijo que «todo está lleno de dioses».
También sobre este particular sólo podemos hacer conjeturas en
cuanto a lo que quiso decir. Quizás se refiriese a cómo la tierra
negra pudiera ser el origen de todo, desde flores y cereales hasta
cucarachas y otros insectos, y se imaginase que la tierra estaba
llena de pequeños e invisibles «gérmenes» de vida. De lo que sí
podemos estar seguros, al menos, es de que no estaba pensando
en los dioses de Homero.
El siguiente filósofo del que se nos habla es de Anaximandro,
que también vivió en Mileto. Pensaba que nuestro mundo
simplemente es uno de los muchos mundos que nacen y perecen
en algo que él llamó «lo Indefinido». No es fácil saber lo que él
entendía por «lo Indefinido», pero parece claro que no se
imaginaba una sustancia conocida, como Tales. Quizás fuera de
la opinión de que aquello de lo que se ha creado todo,
precisamente tiene que ser distinto a lo creado. En ese caso, la
materia primaria no podía ser algo tan normal como el agua, sino
algo «indefinido».
Un tercer filósofo de Mileto fue Anaxímenes (aprox. 570-526 a. de
C.) que opinaba que el origen de todo era el aire o la niebla.
Es evidente que Anaxímenes había conocido la teoría de Tales
sobre el agua. ¿Pero de dónde viene el agua? Anaxímenes
opinaba que el agua tenía que ser aire condensado, pues vemos
cómo el agua surge del aire cuando llueve. Y cuando el agua se
condensa aún más, se convierte en tierra, pensaba él. Quizás
había observado cómo la tierra y la arena provenían del hielo que
se derretía. Asimismo pensaba que el fuego tenía que ser aire
diluido. Según Anaxímenes, tanto la tierra como el agua y el
fuego, tenían como origen el aire.
No es largo el camino desde la tierra y el agua hasta las plantas
en el campo. Quizás pensaba Anaxímenes que para que surgiera
vida, tendría que haber tierra, aire, fuego y agua. Pero el punto de
partida en sí eran «el aire» o «la niebla». Esto significa que
compartía con Tales la idea de que tiene que haber una materia
primaria, que constituye la base de todos los cambios que
suceden en la naturaleza.
Nada puede surgir de la nada
Los tres filósofos de Mileto pensaban que tenía que haber una –y
quizás sólo una- materia primaria de la que estaba hecho todo lo
demás. ¿Pero cómo era posible que una materia se alterara de
repente para convertirse en algo completamente distinto? A este
problema lo podemos llamar problema del cambio.
Desde aproximadamente el año 500 a. de C. vivieron unos
filósofos en la colonia griega de Elea en el sur de Italia, y estos
eleatos se preocuparon por cuestiones de ese tipo. El más
conocido era Parménides (aprox. 510-470 a. de C). (14)
Parménides pensaba que todo lo que hay ha existido siempre, lo
que era una idea muy corriente entre los griegos. Daban más o
menos por sentado que todo lo que existe en el mundo es eterno.
Nada puede surgir de la nada, pensaba Parménides. Y algo que
existe, tampoco se puede convertir en nada.
Pero Parménides fue más lejos que la mayoría. Pensaba que
ningún verdadero cambio era posible. No hay nada que se pueda
convertir en algo diferente a lo que es exactamente.
Desde luego que Parménides sabía que precisamente la
naturaleza muestra cambios constantes. Con los sentidos
observaba cómo cambiaban las cosas, pero esto no concordaba
con lo que le decía la razón. No obstante, cuando se vio forzado a
elegir entre fiarse de sus sentidos o de su razón, optó por la
razón.
Conocemos la expresión: «Si no lo veo, no lo creo». Pero
Parménides no lo creía ni siquiera cuando lo veía. Pensaba que
los sentidos nos ofrecen una imagen errónea del mundo, una
imagen que no concuerda con la razón de los seres humanos.
Como filósofo, consideraba que era su obligación descubrir toda
clase de «ilusiones».
Esta fuerte fe en la razón humana se llama racionalismo. Un
racionalista es el que tiene una gran fe en la razón de las
personas como fuente de sus conocimientos sobre el mundo.
Todo fluye
Al mismo tiempo que Parménides, vivió Heráclito (aprox. 540-480
a. de C.) de Éfeso en Asia Menor. Él pensaba que precisamente
los cambios constantes eran los rasgos más básicos de la
naturaleza. Podríamos decir que Heráclito tenía más fe en lo que
le decían sus sentidos que Parménides.
«Todo fluye», dijo Heráclito. Todo está en movimiento y nada
dura eternamente. Por eso no podemos «descender dos veces al
mismo río», pues cuando desciendo al río por segunda vez, ni yo
ni el río somos los mismos.
Heráclito también señaló el hecho de que el mundo está
caracterizado por constantes contradicciones. Si no estuviéramos
nunca enfermos, no entenderíamos lo que significa estar sano. Si
no tuviéramos nunca hambre, no sabríamos apreciar estar
saciados. Si no hubiera nunca guerra, no sabríamos valorar la
paz, y si no hubiera nunca invierno, no nos daríamos cuenta de la
primavera.
Tanto el bien como el mal tienen un lugar necesario en el Todo,
decía Heráclito. Y si no hubiera un constante juego entre los
contrastes, el mundo dejaría de existir. «Dios es día y noche,
invierno y verano, guerra y paz, hambre y saciedad», decía.
Emplea la palabra «Dios», pero es evidente que se refiere a algo
muy distinto a los dioses de los que hablaban los mitos. Para
Heráclito, Dios –o lo divino- es algo que abarca a todo el mundo.
Dios se muestra precisamente en esa naturaleza llena de
contradicciones y en constante cambio.
En lugar de la palabra «Dios», emplea a menudo la palabra griega
logos, que significa razón. Aunque las personas no hemos
pensado siempre del mismo modo, ni hemos tenido la misma
razón, Heráclito opinaba que tiene que haber una especie de
«razón universal» que dirige todo lo que sucede en la naturaleza.
Esta «razón universal» –o «ley natural»- es algo común para
todos y por la cual todos tienen que guiarse. Y, sin embargo, la
mayoría vive según su propia razón, decía Heráclito. No tenía, en
general, muy buena opinión de su prójimo. «Las opiniones de la
mayor parte de la gente pueden compararse con los juegos
infantiles», decía.
En medio de todos esos cambios y contradicciones en la
naturaleza, Heráclito veía, pues, una unidad o un todo. Este
«algo», que era la base de todo, él lo llamaba «Dios» o «logos».
Cuatro elementos
En cierto modo, las ideas de Parménides y Heráclito eran
totalmente contrarias. La razón de Parménides le decía que nada
puede cambiar. Pero los sentidos de Heráclito decían, con la
misma convicción, que en la naturaleza suceden constantemente
cambios. ¿Quién de ellos tenía razón? ¿Debemos fiarnos de la
razón o de los sentidos?
Tanto Parménides como Heráclito dicen dos cosas.
Parménides dice:
a) que nada puede cambiar y
b) que las sensaciones, por lo tanto, no son de fiar.
Por el contrario, Heráclito dice:
a) que todo cambia (todo fluye) y
b) que las sensaciones son de fiar
¡Difícilmente dos filósofos pueden llegar a estar en mayor
desacuerdo! ¿Pero cuál de ellos tenía razón? Empédocles (494-
434 a. de C.) de Sicilia sería el que lograra salir de los enredos en
los que se había metido la filosofía. Opinaba que, tanto
Parménides como Heráclito, tenían razón en una de sus
afirmaciones, pero que los dos se equivocaban en una cosa.
Empédocles pensaba que el gran desacuerdo se debía a que los
filósofos habían dado por sentado(error esencial en Parménides)
que había un solo elemento. De ser así, la diferencia entre lo que
dice la razón y lo que «vemos con nuestros propios ojos» seria
insuperable.
Es evidente que el agua no puede convertirse en un pez o en una
mariposa. El agua no puede cambiar. El agua pura sigue siendo
agua pura para siempre. De modo que Parménides tenía razón en
decir que «nada cambia».
Al mismo tiempo, Empédocles le daba la razón a Heráclito en que
debemos fiarnos de lo que nos dicen nuestros sentidos.
Debemos creer lo que vemos, y vemos, precisamente, cambios
constantes en la naturaleza.
Empédocles llegó a la conclusión de que lo que había que
rechazar era la idea de que hay un solo elemento. Ni el agua ni el
aire son capaces, por sí solos, de convertirse en un rosal o en
una mariposa, razón por la cual resulta imposible que la
naturaleza sólo tenga un elemento.
Empédocles pensaba que la naturaleza tiene en total cuatro
elementos o «raíces», como él los llama. Llamó a esas cuatro
raíces tierra, aire, fuego y agua.
Todos los cambios de la naturaleza se deben a que estos cuatro
elementos se mezclan y se vuelven a separar, pues todo está
compuesto de tierra, aire, fuego y agua, pero en distintas
proporciones de mezcla. Cuando muere una flor o un animal, los
cuatro elementos vuelven a separarse. Éste es un cambio que
podemos observar con los ojos. Pero la tierra y el aire, el fuego y
el agua quedan completamente inalterados o intactos con todos
esos cambios en los que participan. Es decir, que no es cierto que
«todo» cambia (en contra de Heráclito). En realidad, no hay nada
que cambie, lo que ocurre es, simplemente, que cuatro elementos
diferentes se mezclan y se separan, para luego volver a
mezclarse.
Podríamos compararlo con un pintor artístico: si tiene sólo un
color –por ejemplo el rojo- no puede pintar árboles verdes. Pero
si tiene amarillo, rojo, azul y negro, puede obtener hasta cientos
de colores, mezclándolos en distintas proporciones.
Un ejemplo de cocina demuestra lo mismo. Si sólo tuviera harina,
tendría que ser un mago para poder hacer un bizcocho. Pero si
tengo huevos y harina, leche y azúcar, entonces puedo hacer un
montón de tartas y bizcochos diferentes, con esas cuatro
materias primas.
No fue por casualidad el que Empédocles pensara que las
«raíces» de la naturaleza tuvieran que ser precisamente tierra,
aire, fuego y agua. Antes que él, otros filósofos habían intentado
mostrar por qué el elemento básico tendría que ser agua, aire o
fuego. Tales y Anaxímenes ya habían señalado el agua y el aire
como elementos importantes de la naturaleza. Los griegos
también pensaban que el fuego era muy importante. Observaban,
por ejemplo, la importancia del sol para todo lo vivo de la
naturaleza, y, evidentemente, conocían el calor del cuerpo
humano y animal.
Quizás Empédocles vio cómo ardía un trozo de madera; lo que
sucede entonces, es que algo se disuelve. Oímos cómo la madera
cruje y gorgotea. Es el agua. Algo se convierte en humo. Es el
aire. Vemos ese aire. Algo queda cuando el fuego se apaga. Es la
ceniza, o la tierra.
Empédocles señala, como hemos visto, que los cambios en la
naturaleza se deben a que las cuatro raíces se mezclan y se
vuelven a separar. Pero queda algo por explicar. ¿Cuál es la causa
por la que los elementos se unen para dar lugar a una nueva
vida? ¿Y por qué vuelve a disolverse «la mezcla», por ejemplo,
una flor?
Empédocles pensaba que tenía que haber dos fuerzas que
actuasen en la naturaleza. Las llamó «amor» y «odio». Lo que une
las cosas es «el amor», y lo que las separa, es «el odio».
Tomemos nota de que el filósofo distingue aquí entre
«elemento» y «fuerza». Incluso, hoy en día, la ciencia distingue
entre «los elementos» y «las fuerzas de la naturaleza». La ciencia
moderna dice que todos los procesos de la naturaleza pueden
explicarse como una interacción de los distintos elementos, y
unas cuantas fuerzas de la naturaleza.
Empédocles también estudió la cuestión de qué es lo que pasa
cuando observamos algo con nuestros sentidos. ¿Cómo puedo
ver una flor, por ejemplo? ¿Qué sucede entonces? ¿Has pensado
en eso, Sofía? ¡Si no, ahora tienes la ocasión!
Empédocles pensaba que nuestros ojos estaban formados de
tierra, aire, fuego y agua, como todo lo demás en la naturaleza. Y
«la tierra» que tengo en mi ojo capta lo que hay de tierra en lo
que veo, «el aire» capta lo que es de aire, «el fuego» de los ojos
capta lo que es de fuego y «el agua» lo que es de agua. Si el ojo
hubiera carecido de uno de los cuatro elementos, yo tampoco
hubiera podido ver la naturaleza en su totalidad.raíces se mezclan y se
vuelven a separar. Pero queda algo por explicar. ¿Cuál es la causa
por la que los elementos se unen para dar lugar a una nueva
vida? ¿Y por qué vuelve a disolverse «la mezcla», por ejemplo,
una flor?
Empédocles pensaba que tenía que haber dos fuerzas que
actuasen en la naturaleza. Las llamó «amor» y «odio». Lo que une
las cosas es «el amor», y lo que las separa, es «el odio».
Tomemos nota de que el filósofo distingue aquí entre
«elemento» y «fuerza». Incluso, hoy en día, la ciencia distingue
entre «los elementos» y «las fuerzas de la naturaleza». La ciencia
moderna dice que todos los procesos de la naturaleza pueden
explicarse como una interacción de los distintos elementos, y
unas cuantas fuerzas de la naturaleza.
Empédocles también estudió la cuestión de qué es lo que pasa
cuando observamos algo con nuestros sentidos. ¿Cómo puedo
ver una flor, por ejemplo? ¿Qué sucede entonces? ¿Has pensado
en eso, Sofía? ¡Si no, ahora tienes la ocasión!
Empédocles pensaba que nuestros ojos estaban formados de
tierra, aire, fuego y agua, como todo lo demás en la naturaleza. Y
«la tierra» que tengo en mi ojo capta lo que hay de tierra en lo
que veo, «el aire» capta lo que es de aire, «el fuego» de los ojos
capta lo que es de fuego y «el agua» lo que es de agua. Si el ojo
hubiera carecido de uno de los cuatro elementos, yo tampoco
hubiera podido ver la naturaleza en su totalidad.
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